'Un país que no piensa con cabeza propia está condenado a vivir con las ideas de otros'

Para que el 9 de julio no se transforme en una fecha más en el calendario, conviene revisar su actualidad, cuáles son las decisiones que debemos seguir tomando para mantener la independencia conseguida en 1816. Para que nos ayude con la reflexión, consultamos al analista y escritor marplatense Luis Gotte.
'Aquella jornada de 1816 marcó el inicio de nuestra soberanía, el momento en que el pueblo argentino comenzó a forjar su propio destino con decisión y esperanza', dice Gotte y señala que desde entonces, 'cada generación ha tenido la oportunidad de escribir nuevas páginas en esta historia común, con la convicción de que el futuro se construye con unidad, esfuerzo y fe en lo que somos capaces de lograr juntos'.
-Además de celebrar cada año lo logrado en 1816: ¿Cómo debemos actualizar aquellos objetivos independentistas?
-No debemos quedarnos en la retórica. La independencia proclamada en 1816 fue apenas el primer paso de un largo y complejo camino. Pasaron más de cincuenta años hasta que logramos plasmar en una Constitución los principios de un país democrático, republicano, representativo y federal. Sin embargo, esos ideales -que deberían ser el alma de nuestra vida institucional- han sido muchas veces relegados, cuando no ignorados. Desde 1861, la Argentina ha cargado con un modelo excesivamente centralista, que debilita a las provincias y relega a los municipios al margen de las decisiones clave. En lugar de una Nación verdaderamente federal, hemos consolidado una estructura piramidal, donde el poder se concentra en un solo vértice. Y sin equilibrios reales, no hay república posible. Nuestros territorios, como en aquellas primeras décadas del siglo XIX, siguen dando batalla contra un modelo unitario que se disfraza de modernidad. Cambian los discursos -sean progresistas o liberales- pero la lógica de concentración del poder permanece inalterable. La emancipación que aún nos debemos no es solo la que nos separa de antiguas metrópolis extranjeras, sino la que nos libere de un Estado nacional que ha naturalizado su rol de tutor y vigilante de las provincias. La verdadera independencia será aquella que reconozca la dignidad de cada rincón del país, que devuelva a los gobiernos locales la capacidad de decidir su destino, y que transforme el federalismo en una realidad viva, no en una consigna invisibilizada.
-Inmediatamente después de declarada la independencia, comenzó una pelea interna por el modelo de gobierno que debíamos adoptar. Ese proceso lo protagonizaron las regiones y sus caudillos, básicamente lo sintetizamos en unitarios y federales. ¿Qué actualidad tiene ese debate?
-Hoy se nos impone una segunda emancipación: la de reconstruir el federalismo desde sus cimientos. Una emancipación que exige que los gobernadores recuperen la dignidad institucional de sus provincias y dejen de depender de transferencias discrecionales que condicionan su autonomía. Que se animen a pensar en clave regional, a coordinar entre provincias con visión estratégica, y a ejercer el poder que la Constitución les reconoce, sin pedir permiso al centro. Con lealtad federal, respeto mutuo, evitando abusos y priorizando el bien común del conjunto federativo. Y que los municipios, por fin, asuman el desafío de debatir y sancionar sus propias Cartas Orgánicas, fortaleciendo esa democracia de proximidad que es la más genuina. Porque si la política no se arraiga en lo cotidiano, en la vida real de nuestras comunidades, pierde su razón de ser.
-A estas alturas del siglo XXI, hablar de independencia nos lleva a revisar nuestro rol en el contexto global. ¿Cómo estamos con eso?
-De eso se trata una tercera emancipación, que es tan urgente como ineludible: liberarnos del modelo extractivista que nos condena a ser meros exportadores de materias primas sin valor agregado. No se trata solo de la minería: el viejo esquema agrícola-ganadero, sin innovación ni industrialización, perpetúa la misma lógica de dependencia. Mientras tanto, África se organiza, recibe transferencia tecnológica de potencias como China y Rusia, y se prepara para convertirse en el nuevo granero euroasiático. Su ventaja es clara: cercanía geográfica a los grandes mercados, una red ferroviaria en expansión y el 60% de las tierras fértiles del planeta, aunque hoy solo produce el 4% de los alimentos. La próxima década será decisiva. Si no redefinimos nuestra matriz productiva con inteligencia, tecnología y soberanía, corremos el riesgo de quedar relegados en el nuevo mapa global. La independencia del S. XXI será productiva o no será. Por último -y acaso más decisiva que todas- se impone otra emancipación: la de romper los lazos invisibles pero persistentes que nos atan simbólicamente a la lógica del Norte Global. No alcanza con discursos encendidos ni con gestos de rebeldía superficial. La verdadera independencia cultural exige algo mucho más profundo: producir pensamiento propio. Necesitamos construir nuestras propias categorías de análisis, una filosofía política arraigada en nuestra historia, una teoría del poder que nazca de nuestras luchas y una historiografía revisionista que no repita los moldes ajenos, sino que interprete el pasado desde nuestras propias preguntas. Porque un país que no piensa con cabeza propia está condenado a vivir con las ideas de otros. Y sin soberanía intelectual, toda otra forma de soberanía es incompleta. El 9 de Julio no solo nos recuerda que fuimos capaces de romper cadenas materiales; nos desafía, hoy más que nunca, a liberarnos también en el plano simbólico, cultural y espiritual. Solo así seremos verdaderamente libres.
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