De anarquistas y anarcocapitalistas

Por Marcelo Chata García
No fue la masiva marcha donde la sociedad argentina volvió a decir 'Nunca Más' con respecto al video oficial de Agustín Laje el gran único contraste que dejó el pasado 24 de marzo sino, más aún, su berrinche de estudiantina frente a la imagen de Osvaldo Bayer expuesta al derribar su monumento por máquinas de vialidad nacional (esas que te preguntás dónde están mientras venís esquivando baches en la ruta).
La noticia rescató de mi biblioteca los tomos de La Patagonia Rebelde. No sé si el hecho alcanzará para empujar a nuevas generaciones, más entrenadas en otros lenguajes que a la silenciosa y reflexiva lectura, a encarar los cuatro tomos de la obra. Está la película de 1974, pero muy lejos de las estéticas audiovisuales de las plataformas de streaming. Sería un logro enorme –involuntario claro- de las estrategias del gobierno para distraernos de los desajustes y crueldades del modelo económico. Ya que se hable de Osvaldo es un montón. Un historiador que quedó como escritor de culto entre quienes no se dejan llevar por las modas intelectuales.
La figura de Bayer es inmensa, sobre todo por su humildad. Ese hombre robusto, sencillo para vestir y hablar, profundo en sus pensamientos y bien documentado se dirigía a su auditorio de manera familiar y cercana. No pertenecía a ningún partido político. Sus investigaciones ponían en evidencia la brutalidad del poder para reprimir a los trabajadores, y por ello, sufrió censuras y exilios de gobiernos radicales, peronistas y -claro está- militares. Sin embargo, intelectuales y militantes de todos los partidos siempre lo respetaron.
Su escritura entrelazaba el relato histórico, el compromiso panfletario y la crónica policial. Al mejor estilo Rodolfo Walsh, La Patagonia Rebelde comienza con la crónica del asesinato del teniente coronel Varela perpetuado por el anarquista Kurt Gustav Wilckens en 1923. Varela era el responsable directo de la partida del Ejército Argentino que fusiló unos 1500 obreros durante las huelgas de 1920-21, en defensa de los intereses de los grandes propietarios rurales patagónicos. Es decir, no oculta el hecho cruel del asesinato, sino que lo coloca al comienzo para que luego sea evaluado sobre los hechos que lo anteceden.
En esa explicación, el libro se propone dilucidar la verdad entre las dos leyendas que habían, hasta entonces, sepultado la verdad histórica. Aquella que sostenía que 'los huelguistas de Santa Cruz fueron inhumanos bandoleros que mataron a indefensos estancieros, violaron mujeres, quemaron estancias, robaron y destruyeron' u 'obreros cuyo único crimen fue reclamar por sus derechos: se los apaleó, se les ordenó cavar las tumbas y se los fusiló'. Así, el recorrido pone en evidencia el espíritu de empresa que llevó a la acumulación originaria de capital en el sur argentino, de familias como los Braun, los Menéndez o Nogueira. También la historia no oficial de matanza de indios, viejos pobladores, el contrabando, desalojos, etc., que también hizo a esa acumulación. Del otro lado, el armado de las primeras organizaciones obreras a partir de trabajadores migrantes, las condiciones de trabajo y la solidaridad.
El contraste es entre aquella ideología de la libertad, y el actual surgimiento de los anarcocapitalistas. Los anarquistas sostenían que el Estado era la herramienta de la clase dominante para someter a los trabajadores y asegurarse grandes ganancias mediante la explotación del trabajo ajeno. No soñaban con los grandes latifundios de sus patrones, sino con comunidades donde la tierra sea de quien la trabaja, organizada por principios científicos y justos. Una utopía, sí; basada en la dignidad del trabajo.
El Estado ha sido condición necesaria para la acumulación de capital en manos de una minoría de la población. La historia hizo que la presión obrera, las necesidades de la economía y las dinámicas de la democracia le permitiesen a las clases trabajadoras utilizar al Estado para disputar el acceso a ciertos derechos. Sin embargo, en las últimas décadas, ese pequeño porcentaje de la humanidad que ha logrado acumular un capital transnacionalizado, líquido y cambio tecnológico mediante, ve ahora en los Estados –en el fondo, en la democracia- una traba a su acumulación de capital. El anarcocapitalismo es la emancipación del capital de su necesidad del Estado para expandirse, y con ello, de sus responsabilidades sociales que vienen del reconocimiento de que el origen de la formación del capital está en la naturaleza comunitaria del trabajo. Eso es lo que les recuerda Osvaldo Bayer.
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