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Del preámbulo al grito: ¿en qué momento perdimos el rumbo?

11/10/2025
Del preámbulo al grito: ¿en qué momento perdimos el rumbo?

Entre el preámbulo y el grito, una pregunta nos interpela: ¿en qué momento dejamos de creer en la democracia que tanto nos costó recuperar?
Este octubre, el voto no es un trámite: es una declaración de amor a la República que supimos conquistar.

Cuarenta años después de aquella primavera democrática de 1983, una ex alumna del Colegio Nacional de Chacabuco vuelve a mirar la historia.
Entre el recuerdo de Alfonsín y el desconcierto actual, surge una pregunta que nos atraviesa como país:
¿qué hicimos con la esperanza que una vez nos unió?

Chacabuco, 26 de octubre de 1983.
Susana, con sus dieciocho años y egresada del Colegio Nacional, camina apurada de regreso a casa.
Siente que el aire huele distinto, como si el pueblo entero respirara un poco más libre.

Antes de llegar, pasa por la despensa de 'La Chocha'.
En el fondo, 'El Gallego' —joven, con el pelo largo al estilo Sandro y esa elegancia sin esfuerzo del hombre trabajador— prepara un sándwich de milán y queso para compartir con el mate.
En la cabecera de la mesa está Edgardo, de manos grandes y sonrisa amplia, camisa dentro del pantalón y un cigarrillo que le tiembla apenas entre los dedos.

En la tele a color Grundig —'caro pero la mejor'—, la imagen de Buenos Aires vibra.
Raúl Ricardo Alfonsín, frente a una multitud en la 9 de Julio, habla de paz, de fraternidad, de una Argentina sin odios ni bandos.
Nombra a los muertos que marchan al frente: Alem, Palacios, Perón, Justo.

Susana siente un nudo en el pecho.
La patria, esa palabra que hasta ayer era peligrosa, vuelve a tener sentido.
Piensa: 'quiero ser parte de esto, quiero votar, quiero cuidar esta democracia que empieza a nacer.'

En el televisor, Alfonsín recita el preámbulo.
En el comedor, Edgardo hace el gesto de las manos sobre el corazón.
Nadie lo dice, pero todos entienden: está volviendo la esperanza.

Chacabuco, 6 de octubre de 2025.
Susana vuelve del gimnasio, con las rodillas que ya protestan cada tanto.
Ya no está la despensa, pero 'La Chocha', con sus 94 años, sigue mirando hacia afuera como si esperara que alguien vuelva.

En cuarenta minutos tiene una videollamada con unos clientes del estudio, pero antes se prepara un mate.
En el comedor del fondo, 'El Gallego' —con menos pelo, más panza y la misma mirada dulce— la espera con un sándwich de milán y queso, costumbre intacta.

Edgardo ya no está.
Se fue hace varios años, pero su presencia sigue viva en cada paso sobre el piso de mosaico.

Mientras pone la stevia en el mate, suena el teléfono: es Emanuel, su hijo.
Hablan, como todos los días.
Le cuenta que planea un viaje con su padre, 'El Gallego', que anda con ganas de desconectarse un poco.
Sonríe.

Pero la sonrisa se apaga de golpe: en la televisión, ahora una pantalla delgada y brillante, aparece el presidente de la Nación, Javier Milei.
No está dando un discurso.
Está cantando.

Grita letras desafinadas sobre enemigos imaginarios, con sus cuatro camperas y un grupo de aduladores que aplauden como si aquello fuera un acto patrio y no un papelón colectivo.

Susana se queda inmóvil.
Piensa en Alfonsín, en aquella Av. 9 de Julio llena de banderas y abrazos, en esa palabra —unidad— que por aquel entonces significaba futuro.
Se pregunta en qué momento nos desviamos tanto.
Cuándo la política dejó de ser una conversación entre diferentes para convertirse en un grito desafinado?

¿En qué curva perdimos el respeto por la investidura presidencial?
¿Cómo fue que pasamos del hombre que recitaba el preámbulo con la voz quebrada por la emoción, al que hoy canta insultos en cadena nacional?

Entre un micrófono y otro, entre un bigote y una peluca, se esconde algo más que el tiempo: se esconde el deterioro de un pacto moral, la pérdida de la decencia pública.

Apaga la tele.
Suspira.
Piensa que quizás la democracia también se defiende con gestos pequeños:
con un mate compartido, con una charla sin gritos, con el recuerdo vivo de aquel día de 1983 en que una joven sintió, por primera vez, que el futuro podía ser mejor.

Porque el problema no es solo quién ocupa la Casa Rosada, sino qué sociedad elegimos ser.
Pasamos de emocionarnos con el preámbulo a naturalizar la crueldad y el desprecio como forma de poder.
Y en ese camino, algo se fue rompiendo.

Por eso, este 26 de octubre no elegimos solo autoridades:decidimos si queremos seguir creyendo en el país que una vez soñamos.
Decidimos si todavía somos capaces de recuperar la palabra, el respeto y la esperanza.

Porque la democracia no se grita: se cuida, se honra y se vota.
Y tal vez sea hora de volver a recitar aquel preámbulo, no como una nostalgia, sino como una promesa pendiente.

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