La crueldad como regla

Por Mariano Rato*
Nos gusta creer que la crueldad es la excepción, algo aislado, propio de personas malas o enfermas. Sin embargo, si prestamos atención, descubrimos que la crueldad se ha convertido en regla. La vemos en las redes sociales, donde los comentarios crueles se viralizan más que los empáticos; en la política, donde los insultos suman prestigio; y en los medios, donde la burla, el sarcasmo y la humillación garantizan rating. Lo más preocupante es que esta lógica, que parece propia de ciertos escenarios públicos, termina filtrándose en lo cotidiano: en el trabajo, en la familia, en la pareja. Poco a poco, la crueldad deja de ser la excepción y pasa a formar parte de nuestro estilo de comunicación socialmente aceptado.
Uno de los disfraces más comunes de la crueldad es la superioridad. Esa actitud de quien cree que, por decir las cosas de mala manera, se vuelve más valiente, más lúcido o más sincero. Pero lo que se juega allí no es ni sinceridad ni coraje, sino un modo de posicionarse un escalón más arriba para hacer sentir al otro menos. Lo curioso es que ese gesto está aplaudido: se valora al que 'te lo dice de frente', al que se autodefine como 'políticamente incorrecto', al que no tiene filtro. La crudeza se confunde con inteligencia, cuando en realidad suele ser crueldad disfrazada de sinceridad.
Otro disfraz de la crueldad es la creencia de que tiene un efecto positivo. Muchas veces se piensa que, para que alguien mejore, necesita ser maltratado. Que si lo tratamos de vago o de inútil, reaccionará. Que si lo empujamos con dureza, se pondrá en marcha. Sin embargo, ocurre lo contrario: cuando una persona es tratada como inútil, se paraliza; cuando es tratada como vago, se desconecta. Lo que despierta el maltrato no es motivación ni esfuerzo, sino resentimiento, frustración y, en muchos casos, sumisión. Claro que alguien puede reaccionar al grito, pero eso no valida el método. El palo puede servir en el momento, pero a largo plazo destruye más de lo que construye.
La tentación de la crueldad es todavía más fuerte cuando alguien ocupa un lugar de poder o de jerarquía. En esos contextos, la crueldad no solo es posible, sino que está legitimada. Se admira al jefe duro, al político que 'no se calla nada', al periodista que pone en su lugar a los demás. Como si la crueldad fuera sinónimo de autoridad. Y es aquí donde la crueldad deja de ser un recurso aislado para convertirse en un estilo de liderazgo, en una marca personal.
Existen ejemplos notorios en la cultura contemporánea. En la biografía de Steve Jobs, escrita por Walter Isaacson, se narran episodios en los que humillaba a empleados hasta hacerlos llorar, o cómo podía despedir a alguien en un ascensor en cuestión de segundos si no quedaba satisfecho con la respuesta. Esa crueldad terminó asociada a su genialidad, como si el talento y la humillación fueran parte de un mismo paquete. En el mundo de la moda, Anna Wintour, histórica directora de Vogue, se volvió célebre por su estilo frío y distante. Su figura de 'reina de hielo' fue vista como símbolo de poder, y lejos de restarle prestigio, la convirtió en modelo aspiracional para muchos. Estos casos muestran cómo la crueldad, en contextos de poder, no solo se tolera, sino que muchas veces se idealiza.
La psicología, por su parte, demostró que no se trata únicamente de unos pocos individuos con personalidad cruel, sino de una potencialidad humana que todos compartimos. En el famoso experimento de la prisión de Stanford, estudiantes universitarios comunes asumieron el rol de guardias y prisioneros. En apenas unos días, quienes actuaban como guardias empezaron a mostrar conductas hostiles y violentas hacia sus compañeros. Algo parecido ocurrió en 'La Tercera Ola', un ejercicio pedagógico donde un grupo de adolescentes terminó comportándose de manera autoritaria y excluyente, solo por la dinámica grupal. Estos experimentos muestran cómo cualquiera de nosotros puede convertirse en cruel si el contexto lo habilita, y también, lo opuesto: que cuando percibimos que el entorno es bondadoso y cooperativo, tendemos a ser más empáticos y solidarios.
La crueldad, entonces, no es solo una elección individual, sino un fenómeno social. Se disfraza de sinceridad, de valentía o de estilo de liderazgo, pero en el fondo se trata de una forma de relación que busca afirmarse a costa de otro. Y la gran pregunta que queda es incómoda: ¿qué estamos validando como sociedad cuando admiramos a líderes, jefes o figuras públicas que hacen de la crueldad su marca registrada? Lo que se tolera y se aplaude en lo público termina reproduciéndose en lo privado. Y si la crueldad se convierte en regla, ¿qué espacio le queda a la empatía, a la escucha y a la construcción compartida?
*Psicólogo Clínico Cognitivo
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