LA ESCRITURA Y LA LENGUA: TIERRAS FORÁNEAS

Por Juliana Chacón
En Luciérnaga, de Natalia Litvinova, se encuentran vestigios de lo que ya anunciaba su poesía: 'Me llama una amiga/ y pregunta: ¿Escribiste/ algún poemita nuevo/ que me quieras mostrar?/ Le cuento de las plantas que mueren/ por exceso de lluvia,/ de los mosaicos que se desprenden/ en la cocina,/ y que mi madre no sabe diferenciar/ la ficción de la realidad./ Olisquea su presencia/ en lo que escribo,/ las señales que están en todas partes, dice,/ pero no sabemos a dónde conducen' (La nostalgia es un sello ardiente, Llantén, 2020).
Natalia Litvinova nació en Biolorrusia, en 1986, el mismo año en el que se produjo la explosión de la central nuclear de Chérnobil. Huyó entonces junto con su familia de las cenizas de la explosión hacia nuestro país, en 1996. El exilio es una de sus grandes indagaciones en la escritura: 'Escribir es como bucear. El peso de mi historia me hunde. Conocer el fondo y no olvidarse de él es volar después' (Luciérnaga, Penhuin, 2024).
En la novela se pueden reconocer fuertes marcas autobiográficas. En la primera de sus partes, la narradora relata su infancia en Biolorrusia y recupera las historias de las mujeres de la familia, en un intento por elaborar una genealogía del padecimiento y de la fortaleza femeninas; y, en la segunda, la narradora (que es también quien escribe este relato) teje el pasado para comprender el presente. La poesía inunda la narración.
'En la biblioteca no había libros sobre el tema, y cuando los adultos comentaban algo al respecto, y de imprevisto aparecía algún chico, se callaban rápidamente. Los niños en el colegio se burlaban de mí y de sí mismos, decían que éramos radioactivos y que un día brillaríamos en la oscuridad. Esa frase, que me hacía enojar, ahora me conmueve. Entendí que no era un insulto sino una provocación; una invitación a explorar esa parte de nuestra historia que no comprendíamos y los adultos tampoco sabían cómo explicar. Ellos me abrieron los ojos y me contaron por qué los padres no los dejaban estar al sol y por qué a veces el cielo se ponía rojo y caía una lluvia que no debía tocarnos.' (Luciérnaga)
Luciérnaga es una novela sobre el exilio y sobre la alienación, sobre la pérdida de un territorio conocido y la ganancia de otro nuevo. Es también la narración del merodeo sobre la escritura y la lengua, ambas tierras foráneas siempre.
'Recuerdo que un día le pregunté por qué le gustaba coser. 'Unir' me cortestó, 'unir con hilos que después no se ven, las partes, las capas, las ideas todavía invisibles. Y en mi caso, como soy muy buena, queda algo más grande y hermoso que el resultado de esa idea: un vestido que hará hablar a mi cuerpo cuando me lo ponga y pasee'', cuenta la narradora que le respondió su madre. 'Narrar es alargar la lengua, elongar el presente para que se toque con la leyenda. Narrar es también tirar del hilo y deshacer un tejido', sostiene más tarde.
Derridá afirma que la literatura 'consiste en inventar el pueblo que falta' y que el escritor 'escribe por ese pueblo que falta', en su procura. Por eso traza en la lengua una lengua extranjera (no otra lengua, no un hablar regional), un devenir-otro, una descomposición de la lengua materna, su destrucción, la invención de una nueva lengua dentro de la lengua para apropiarse de ella. Esta es la lengua que habla por las grietas y por los silencios de la lengua mayoritaria, la que la deshace y la rehace, es la que los poetas buscan.
'Cuando le pedía a mi madre/ que me hablara de su vida/ o sobre mi abuela,/ se le iba la voz./En su defensa decía:/ Algunas experiencias/ no se pueden narrar./ Lo que no pudo decirme/ lo dijo su amiga Rita,/ esa que trabajaba su propia tierra/ y usaba la cantidad mínima de jabón/ para lavar la ropa./ Me lo contó ella,/ una mujer que siembra/ su alimento/ y sabe que es tan importante/ enterrar/ como desenterrar.' (La nostalgia es un sello ardiente)
Es en una nueva tierra, la que se encuentra entre la tierra natal y la tierra de repatriación, donde se bucea:
'¿Qué estarán haciendo ahora nuestros familiares y amigos? ¿Mis compañeros de clase pensarán en mí, sentirán mi ausencia cuando se saquen la foto grupal para fin de año?
¿Habrán marcado en el mapa dónde está Argentina? ¿Inventarán leyendas sobre mi partida?
Siento tristeza todos los días. A veces me parece que ya no podré vivir sin ella y, poco a poco, me convierto en una adicta. La tristeza no es una mina de oro, me digo. Mejor tomo el compás que nunca aprendí a usar bien en el colegio, trazo una abertura en mi vientre, meto la cabeza y, pujando, entro. Desaparezco en mí misma por un tiempo. Para pensar y encontrar tranquilidad donde no hay luz y el ritmo de mi sangre me arrulla.' (Luciérnaga)
En esta interioridad, en el murmullo de la corriente sanguínea es donde la escritura encuentra su propia lengua, su propio alumbramiento.
En Siguiente vitalidad (Audisea, 2015) de Litvinova, aparece el poema 'Flores de Chernóbil': 'Nuestros hombres comienzan a extinguirse,/ nadie sabe por qué las mujeres resisten más./ Mi padre llora al sacrificar a un animal/ mientras mi madre cambia el empapelado de las paredes./ No nos dejan exponernos al sol, empalidecemos/ como flores que crecen bajo la nieve./ Huimos al bosque, lejos de este edificio,/ yo con mi blusa infantil y mi hermano con su remera lisa./ Qué ganas de volver al lugar donde nacimos/ y correr con los brazos extendidos,/ limpiar el aire como uno de esos aviones/ que arrojan espuma/ sobre el sarcófago humeante'.
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