La memoria del gusto

CONTRATAPA / POR MANUEL BARRIENTOS
Mi madre fue una adelantada. En tiempos donde el paladar chacabuquense, con mis respetos a las excepciones, era de un conservadurismo empedernido, ella navegaba en aguas de la modernidad. Una de esas raras avis que se atrevían a desarmar el canon. Su especialidad no era un plato, sino una filosofía: el agridulce. La combinatoria casi poética de vegetales y frutas, de naranjas y cebollas, del crujir de una hoja de espinaca y el dulzor de una pera. Era una audacia. Todavía puedo sentir el sabor del peceto frío, con lomito, ananá y crema de choclo, una alquimia que reservaba para esos días especiales, cuando las visitas tocaban a la puerta y la casa se cargaba de aire protocolar. Y la palta. Sí, la palta. En los ochenta, en plena prehistoria del superalimento, mi mamá ya la usaba como chilena. En el patio de casa, un árbol se alzaba como un monumento a lo desconocido, a lo que éramos incapaces de vislumbrar. Nosotros, los pibes del barrio, la usábamos como granadas en nuestras guerras imaginarias, ignorando que en el futuro, que es hoy, sería la estrella de cualquier brunch (con perdón de la palabra).
Mi padre se especializaba en el arte de la empanada de carne para los cumpleaños, con aceitunas y pasas de uva. Y los asados, claro. ¿Qué otra cosa podría esperarse de un varón nacido en Chacabuco? Cuando éramos chicos, la Historia, esa materia de la que mi viejo daba clases esporádicas en el Colegio Parroquial, nos sabía a fiesta. Con el cheque de fin de mes, llenábamos una mesa para siete en El Candil del Gordo Grossi. 'Capeletinis a la Ana', ordenaba. Cuatro o cinco porciones y una Coca Cola para cada uno. Miradas paternas acechantes para quien osara salir del menú. El Candil era un santuario y los capeletinis, nuestra comunión.
Si había una emperatriz de este universo culinario, esa era mi abuela. Y que me disculpe el resto de la humanidad. La Nona era, sin temor a equivocarme, la mejor cocinera que haya dado esta tierra. Las tardes eran un ritual: la Nona esperaba a sus visitas, cada día, con una torta recién horneada. Y con ese aroma humeante del bizcochuelo caliente, que se adhería a las paredes y a los recuerdos. La Nona te hacía ejercitar los cinco sentidos. Pero había más: las tortas Selva Negra, las tortas Bariloche, el mousse de chocolate. Era un desfile de maravillas. Los domingos: carnes al horno y el crujir de las batatas era un himno a la abundancia. ¿Qué sé yo cómo las hacía? Codo a codo, con mis tíos Tito y Pedro, nos embarcábamos en un campeonato informal, una búsqueda del récord Guinness por quién comía más.
Hablando de mi tío Pedro: un sibarita. Un hombre de gustos refinados, capaz de hacer su propio paté, sus chacinados. Y, como mi madre, un pionero. En su caso, en el uso de los mariscos. Hasta se traía los langostinos, berberechos y mejillones arriba de una combi, desde Buenos Aires, en una conservadora con un poco de hielo.
Mi tía Angelita, en cambio, usa a la cocina como un campo de batalla de la risa. Su obra maestra es la torta tobogán. Finita de un borde, aún más finita del otro. La culpa, por supuesto, no es de la repostera, sino del horno. Mi tía Ana: las tortas de manzana. Mi tío Braulio: las carneadas en la quinta. Y mi tío Osvaldo. No hay discusión: es el mejor asador de toda la ciudad. Que me lo niegue cualquier médico matriculado de este condado, si se atreve.
Yo aprendí a cocinar gracias a mi amigo Carlos Darío cuando nos fuimos a vivir juntos a Buenos Aires. Él era un meticuloso del mate, un hacedor de guisos y empanadas de pollo. Con Matías, éramos más limitados. Nuestra especialidad era una prepizza comprada, a la que le poníamos queso cuartirolo y unas rodajas de salame de máquina del súper chino de enfrente. Que no era chino, sino taiwanés y nos decía 'maestros' con aprendida picardía porteña.
Con Matías, Iván y Carlos dábamos apoyo escolar en el Barrio El Tambo, de Laferrere. Un sábado, las doñas hicieron una fiesta. Cocinaron empanadas de carne fritas. Nos comimos varias docenas. Pero mi récord es otro, uno que algunos arriesgan en la temeraria cifra de 23. Fue en la casa de la Nona. Sus empanadas de carne eran exquisitas, con azúcar impalpable por encima. En mi defensa, eran chicas. No puedo confirmar el número exacto, pero mi hermana María (otra campeona de la cocina, la que mejor heredó los genes gastronómicos de la Nona) en su casamiento me regaló una remera que decía: 'Tengo el récord de empanadas'.
Este invierno, hice unas costillas de cerdo al horno, con ajo y batatas. Por primera vez, en años, creo que logré recuperar ese aroma de la casa de mi abuela. Saltó a la zona clara de mi mente la memoria del gusto. En esa cocina, entre el humo y el vapor, me encontré con todos ellos: con mi madre y sus ensaladas, con el Gordo Grossi y sus capeletinis, con el asado perfecto de mi tío Osvaldo. Me di cuenta de que la cocina no es un lugar, es una máquina del tiempo.
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