La trampa de agradar

Por Mariano Rato*
¿Cuántas veces te encontraste callando lo que pensás o disfrazando lo que sentís para encajar mejor en un grupo? A veces lo hacemos en el trabajo, otras en la familia y casi siempre en redes sociales. Ese gesto de agradar parece inofensivo, pero puede convertirse en una trampa que nos aleja de nuestra propia verdad. Desde una mirada evolutiva, tiene lógica: en tiempos remotos, ser aceptado por la tribu era cuestión de vida o muerte. Quien quedaba afuera perdía comida, cuidado y protección. Por eso, el rechazo aún hoy nos incomoda tanto. El problema es que, aunque ya no dependamos de una tribu para sobrevivir, seguimos viviendo como si no agradar fuera fatal, y eso genera ansiedad, miedo al rechazo y vínculos poco auténticos.
Agradar, además, no siempre significa sumisión. Muchas veces lo usamos como una forma de poder: caer bien para ganar influencia, abrir puertas o controlar cómo nos perciben los demás. Esa estrategia puede servir en el corto plazo, pero suele dejar como saldo relaciones frágiles y superficiales. Y cuando lo trasladamos al mundo digital, la presión se multiplica. Si antes bastaba con el reconocimiento de unas pocas personas, hoy vivimos bajo la mirada de cientos o miles. Cada like o comentario funciona como medida de valor personal, y los algoritmos refuerzan esa lógica premiando lo que agrada y castigando lo que incomoda. El resultado es que terminamos editando nuestra identidad para encajar en una vidriera que nunca se apaga.
¿Por qué cuesta tanto ser auténticos? Porque la autenticidad trae conflicto. Mostrar un límite puede incomodar, expresar un desacuerdo puede alejar, exhibir vulnerabilidad puede asustar. Agradar, en cambio, funciona como un anestésico: evita el roce, nos mantiene en calma. Pero una vida sin conflictos es también una vida sin profundidad. Al final, muchos vínculos se sostienen en piloto automático, sostenidos solo por el miedo a incomodar.
Pensemos en el caso de Tomás. Podría ser el de un paciente, aunque en este caso es un ejemplo inventado. Tomás siempre se muestra simpático y disponible. Todos lo quieren y en redes sociales nunca publica nada que genere polémica. Pero en su intimidad se siente vacío, como si su vida fuera un guion escrito para los demás. El día que se anima a mostrarse auténtico, pierde algunos seguidores y amigos. Sin embargo, los pocos que se quedan lo aceptan tal cual es. Tomás pierde aprobación, pero gana algo más valioso: coherencia consigo mismo.
La cultura también refleja esta tensión. El capítulo Nosedive de la serie Black Mirror, traducido en Argentina como Caída en picada (temporada 3, episodio 1), muestra un mundo donde las personas viven obsesionadas con agradar porque su puntaje social depende de ello. Aunque parezca una exageración, esa distopía tiene ecos claros en nuestra vida cotidiana. Y si miramos de cerca, notamos que todos alguna vez quedamos atrapados en esa lógica.
A veces agradamos para sobrevivir, porque sentimos —aunque ya no sea literal— que sin aprobación quedamos solos y sin red. Otras veces agradamos para manipular, usando la simpatía como moneda de cambio para obtener algo o controlar cómo nos perciben. Y muchas veces agradamos para anestesiar conflictos, callando o suavizando para evitar fricciones, aunque eso implique traicionarnos un poco. El problema es que terminamos rodeados de entornos que solo nos permiten existir si agradamos. La pregunta entonces no es cómo ser más auténtico, sino mucho más directa: si mañana dejaras de agradar, ¿quién se quedaría a tu lado y quién desaparecería? Esa respuesta, aunque incómoda, dice más de tus vínculos que cualquier sonrisa de compromiso.
*Psicólogo Clínico Cognitivo
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