Madre: ¿el amor más contradictorio de todos?

Por Mariano Rato*
Cada tercer domingo de octubre, en la Argentina, celebramos el Día de la Madre. Y más allá de los regalos, los almuerzos y las publicidades llenas de flores, abrazos y sonrisas perfectas, la fecha también nos invita a pensar qué lugar ocupa realmente la figura de la madre en nuestras vidas. Porque si hay un vínculo que todos tenemos —y que a todos nos marca—, es ese. Y aunque solemos hablar de la madre desde un lugar casi sagrado, la verdad es que también es uno de los vínculos más humanos, más complejos y más contradictorios que existen.
En casi todas las culturas, la madre representa lo más puro, lo más incondicional, lo más cercano al amor perfecto. Pero cualquiera que haya tenido una madre, o que haya sido madre, sabe que la historia no es tan simple. Ese amor tan profundo también puede doler, enojar, cansar o desbordar. A veces el cariño convive con la distancia, con el reproche o con la necesidad de correrse un poco. Los vínculos más sagrados también duelen, y cuanto más importantes son, más contradicciones esconden. Amamos y nos enojamos, necesitamos y rechazamos, admiramos y nos frustramos… todo al mismo tiempo. Y eso no significa que el vínculo esté roto: significa que está vivo.
Idealizamos tanto la idea del amor incondicional que nos olvidamos de que los vínculos reales no son lineales ni perfectos. Están llenos de claroscuros, de momentos de conexión y otros de distancia, de palabras que se dicen y de muchas otras que quedan atragantadas. La psicología nos recuerda que eso no es un error, sino parte de la naturaleza humana: amar también es tolerar la imperfección. Tal vez sea tiempo de desacralizar un poco a la madre, no para quitarle valor, sino para volverla más terrenal. Para entender que incluso las mejores madres se equivocan, que incluso los mejores hijos se enojan, y que hay etapas donde la relación se enfría o se vuelve difícil. Y que eso no borra el amor: lo hace más honesto.
Detrás de cada madre hay una persona con su historia, con sus miedos, con sus frustraciones. Y detrás de cada hijo, también. Cuando logramos vernos desde ese lugar —sin idealizaciones ni exigencias imposibles—, algo cambia. Podemos entender que el amor no siempre es armonía, que también puede ser tensión, conflicto o silencio, pero que aun así vale la pena sostenerlo. Porque crecer también implica separarse un poco de esa figura idealizada, dejar de buscar en ella todas las respuestas y empezar a construir la propia vida, con otros afectos y otras formas de cuidado. Y ese proceso, aunque duela, es también una forma de amor.
A medida que pasa el tiempo, muchos empezamos a mirar a nuestras madres de otro modo: ya no como heroínas ni como culpables, sino como personas. Y cuando eso ocurre, llega algo parecido a la comprensión. A veces llega el perdón. Y otras veces, simplemente, la paz de entender que la perfección no era el objetivo. Quizás ese sea el verdadero sentido de fechas como esta: no solo agradecer, sino reconocer la humanidad que habita en esos vínculos. Aceptar que amar no siempre es fácil, pero que incluso con sus imperfecciones, los vínculos más importantes —como el que tenemos con nuestra madre— siguen siendo los que nos sostienen, nos moldean y nos enseñan a querer.
Porque al final, los amores verdaderos no son los que no duelen, sino los que resisten la contradicción y siguen eligiéndose, una y otra vez.
*Psicólogo Clínico Cognitivo
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