Perros argentinos, perros suecos

Por Martina Dentella.
Después de leer Los Sorrentinos, la primera novela de Virginia Higa, que relata la historia de esa pasta creada por las manos de sus antepasados, no dudé en comprar su último libro, El hechizo del verano, de la editorial Sigilo.
Este nuevo libro de no ficción relata su vida en Estocolmo, donde reside desde el 2017, donde formó una familia y trabaja como traductora y docente. Habla de la felicidad, de la maternidad, de noches larguísimas de invierno y de días de un sol bajo, como de atardecer, sin final. De amigos y amigas que recibe en esa ciudad que no siente propia, de editores, de abundancia de vocales, de hospitalidad. También escribe sobre el comportamiento de los perros y sobre el dinero. Explica, que a diferencia de los perros del interior argentino, los perros suecos son discretos como sus dueños. Que en la calle, ninguno ladra. Que no hacen escándalo, ni se pelean, ni se persiguen la cola 'como los perros vagabundos de nuestras ciudades ruteras'.
En Suecia, aclara, los perros callejeros no existen y 'la existencia perruna es tan funcional y ordenada como la de los humanos con los que conviven'. Hay guarderías para perros, donde la gente los deja cuando va a trabajar y los busca a la salida, igual que a sus hijos. También escuelas donde se los educa. Pero un dato es todavía más sorprendente: no es posible adoptar un cachorro. Los perros se venden y se compran y su valor comercial es altísimo, ronda los 800 dólares. Según su propia investigación conversacional, los suecos creen que cuando tienen que pagar por algo 'se lo toman más en serio', y que 'es probable que alguien que pagó ocho mil coronas no abandone al perro'. Higa reflexiona: 'Entiendo cómo funciona el argumento de la gratuidad y del esfuerzo, pero me parece extraña su aplicación en un país donde todos reciben tantos beneficios del estado'.
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A dos cuadras de donde vivo, una mujer asiste a media docena de perros viejos. Están en la entrada de su casa y les ofrece agua, comida, cobijo, atención veterinaria y algo clave: varios paseos al día. Si uno circula por la plaza céntrica de la ciudad en distintos horarios, y con sol, lluvia o viento, seguramente la vea caminar con una pequeña hilera de perros que la siguen. Caminan lento, algunos van rengueando, otros con las pupilas dilatadas, la mirada perdida, recién rasurados o melenudos, todos despacio. La siguen con una fe ciega.
Están los fijos y los nuevos. Un galgo con antigüedad. Los de la entrada, la vereda y la calle. Viven sus últimos años (o días) con la conciencia de no estar solos.
A veces estoy por preguntarle por qué lo hace, a qué se dedica, y qué piensa. Pero me gana la timidez.
Me gustaría vivir en una ciudad donde pudiera salir tranquila a la calle con mi perra mestiza -que mide apenas cuarenta centímetros, pesa ocho kilos y es más buena que un potus- pero me conmueve ver que ahí donde el estado hace casi nada, pone el cuerpo una vecina, o decenas de ellos.
Se pregunta Virginia Higa, ¿es buena decisión ponerle precio a todas las cosas?. Creo que no. Nuestros perros no son suecos. Son hijos de la desidia, de la falta de control, de responsabilidad. Hay agresivos, amables, corteses. Todos ladran y todos merecen un lugar donde vivir. Nuestros perros son revoltosos y se nos parecen.
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