¿Por qué nunca estamos conformes con el trabajo?

Por Mariano Rato*
Desde hace tiempo el trabajo dejó de ser solamente una forma de ganarse la vida. Hoy esperamos que nos dé mucho más: que nos otorgue identidad, que nos haga sentir plenos, que nos represente, que sea un lugar de pasión y, al mismo tiempo, una fuente de seguridad económica. El problema es que cuando le pedimos tanto a una sola cosa, lo más probable es que aparezca la insatisfacción.
Si miramos la historia, el trabajo siempre estuvo en el centro de la vida humana. En las primeras comunidades, trabajar era sobrevivir. Uno cazaba, otro recolectaba, alguien cuidaba el fuego. Cada tarea era vital y estaba al servicio del grupo. El trabajo no era un empleo: era pertenencia. Siglos después, Sigmund Freud lo definió como uno de los dos grandes pilares de la vida humana, junto con el amor. Porque trabajar no era solo ganarse el pan: era también conectarnos con la cultura, con la realidad, con la posibilidad de aportar algo al mundo.
Con la Revolución Industrial todo cambió. El trabajo pasó a ser tiempo vendido a cambio de un salario. Y con esa división apareció una categoría nueva: el tiempo libre, ese resto que quedaba una vez cumplida la jornada laboral. Para las mujeres, además, la situación fue todavía más injusta: relegadas durante siglos al trabajo doméstico no pago, tardaron décadas en empezar a ocupar un lugar reconocido en el mercado laboral.
Hoy vivimos otra etapa. Una etapa en la que ya no alcanza con tener un sueldo a fin de mes. Ahora queremos que el trabajo nos apasione, que nos haga sentir realizados, que nos brinde libertad. Y ahí nace la paradoja: cuanto más esperamos del trabajo, más fácil es sentir que no alcanza.
La pandemia vino a reforzar esta sensación. Durante el encierro, muchos se preguntaron si tenía sentido tanto desgaste, si querían seguir dedicando tantas horas a un empleo que los agotaba o que no los representaba. Algunos cambiaron de rumbo, otros siguieron en el mismo lugar, pero casi todos con la misma conclusión: nunca estamos del todo conformes.
En este escenario, la psicología puede aportar algunas pistas. Una de ellas es el sesgo de confirmación. ¿Qué significa? Que cuando tenemos una idea en la cabeza, nuestra mente empieza a seleccionar información que la confirma. Si estás pensando en mudarte, de repente ves carteles de alquiler por todos lados. Si pensás en tener hijos, parece que hay bebés en cada esquina. Y si pensás en cambiar de trabajo, empezás a notar solo noticias sobre burnout, jefes tóxicos o historias de gente que se animó a renunciar. El mundo no cambió: lo que cambió fue tu foco.
Otro fenómeno parecido tiene que ver con lo que podríamos llamar aprendizajes irreversibles. Son esas ideas que, una vez que entran en tu cabeza, ya no se pueden desaprender. Como cuando aprendés a andar en bicicleta: no importa cuánto tiempo pase, nunca lo olvidás. O cuando descubrís una verdad incómoda: ya no podés 'des-saberla'. Lo mismo ocurre con el trabajo: cuando alguien se da cuenta de que su empleo no lo hace bien, esa idea no desaparece. Puede taparse un tiempo, pero se vuelve cada día más fuerte.
Y entonces se juntan varias cosas. Vivimos en una sociedad que nos empuja a rendir y producir todo el tiempo. Nuestra mente selecciona solo lo que confirma nuestro malestar. Y los aprendizajes irreversibles, una vez adquiridos, ya no se pueden borrar. El resultado es esta insatisfacción laboral constante, que no distingue edades, géneros ni profesiones.
Frente a este panorama, la pregunta central no es si tenemos que trabajar menos o trabajar más. El verdadero desafío es otro: aprender a vivir fuera del trabajo. Porque si dejamos que toda nuestra vida quede organizada en función de lo laboral, nunca vamos a estar satisfechos. Siempre habrá más que hacer, más que producir, más que lograr. La vida también está en los momentos que no generan dinero ni prestigio, en esos instantes que parecen improductivos pero que nos devuelven humanidad: compartir con otros, descansar, disfrutar, crear, sin la exigencia de que todo sea útil o rentable.
Quizás el desafío del siglo XXI no sea perfeccionar el trabajo, sino recuperar esos espacios que no sirven 'para nada', salvo para recordarnos que vivir también es estar fuera del trabajo.
*Psicólogo Clínico Cognitivo
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