Antonia

Por Martina Dentella
No fue un sol, no fue una abuela de cuentos. Y cuando siendo tan chica asumí que no sobraba nada, que había sentimientos negados, la presioné a oficiar su rol, como pudiera. Me quedé al lado, y no encontró forma de huir, de alguna manera le exigí enseñarme a cocinar 490 ravioles en una tarde. A amasar las tapas de un rogel, pinchar la masa con cariño y batir el merengue a fuego lento. La presioné a que me pidiera que ajuste el rallador de queso a la mesada. Me diera un cuchillo antes de tiempo. Le exigí todos los mandamientos de la cocina: cómo se logra el estofado rojo carmesí, cuál es la cocción perfecta de la papa al horno, cuál es el grosor justo de los fideos, cuánta harina es necesaria y cuánto es un chorrito de vino.
Por ella sé también cómo se escurre correctamente un trapo de piso, cúanto producto se arroja en el balde, que el Blem no se debe apretar tan cerca del mueble porque quedan manchas, que algunas prendas se lavan a mano, que el vino tinto sale con vino blanco, y que existe el otro lado de las cosas.
También entendí que no iba a aprender a poner un disco de Serrat o Ana Belén, ni a usar el abrelatas, ni el control remoto: a veces me necesitaba.
Cuando cocinaba -su única forma de dar cariño- disfrutábamos como bestias. Su casa olía a azafrán y a jazmín. Apenas terminábamos de comer salíamos al patio. Era enorme, con piso de cemento agrietado que nos raspaba las rodillas. 'Dejen de hacer la puerta giratoria, o adentro o afuera, son un campamento gitano', decía Antonia que le dedicaba mucho tiempo a sus uñas y su pelo. Todos los días cruzaba a la peluquería de Horacio a hacerse el brushing y después se acomodaba una hebilla grande de cada lado. Usaba las uñas rojo fuego y colores neutros para los labios, combinaba sus conjuntos, las remeras y los saquitos del mismo género que traía del negocio, y también pantalones palazzo, que por sus piernas flacas y largas le quedaban increíbles.
Murió mi abuela. Maria Antonia Pérez. Una sobreviviente. No sé cuánto me quiso, no me lo dijo, pero me hacía regalos sin decirme feliz cumpleaños, y los domingos me llevó a misa durante varios inviernos. Me apretaba la mano con la suya, fina, venosa, llena de anillos, y me decía: la paz está contigo (y con tu espíritu).
Las cosas que no se podían tocar: las duplas de hebillas tornasoladas, los labiales, los perfumes, la caramelera, los cajones, el botiquín con mejoralitos, los muebles del living. No podían tocarse los libros, ni las alacenas, ni abrir la puerta del depósito de adelante. No podía tocarse porque debía estar estático, no remover. El orden y la pulcritud de museo, eran en verdad su falta.
La trama de su vida fue el drama: una cantidad de embarazos perdidos. Una madre y una tía víctimas de un accidente fatal, la viudez temprana, un par de golpes más, y la reina de todas las desgracias: una hija muerta. Con esa amputación, había quedado aferrada a un mundo perdido, atrapada en las arenas movedizas del dolor, por eso no había lugar para nada más. Por eso entendí temprano, que debía quedarme al lado. Y que algo podríamos hacer. Y aunque implicó un esfuerzo considerable, lo hicimos. Nuestra banda de sonido fue melancólica, con sol de tardes de invierno con todos los fuegos prendidos pero lo hicimos: fui su nieta y la quise.
Después quedó con mirada de perro. Lo sé desde que adopté una. Las dos miraban con resignación. Hubo avatares y sufrimientos en una vida y la otra. ¿Cuándo te vas? Me decía Antonia cuando llegaba a la casa. Y así vivió un tiempo más.
Ayer, cuando el padre Dario rezó en su tumba, mientras su hogar y su vida desvanecían, me apreté las manos para recordar las suyas.
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