El Chacabuco de comienzos del siglo XX y sus comidas y bebidas

Si se pudiera volver atrás en el tiempo y alguien se ubicara en el centro del Chacabuco de comienzos del siglo XX encontraría, entre otras cosas, varias confiterías y cafés. En la esquina de avenida Alsina y Rivadavia, por ejemplo, se encontraba el café Sin Nombre, de Francisco Hansen, que contaba con mesas de billar y una línea variada de 'cocktails' y licores. Además, se jactaba de que en su salón se hablaba con entera corrección en inglés y alemán.
Muy cerca de allí estaban las confiterías de Sixto Sosa, donde paraban los últimos payadores, y El Buen Gusto, de Fernando Bustos, que también contaba con billares y, además, periódicamente ofrecía funciones de 'biógrafo'. Esta última se había especializado en la gastronomía. Para ello, contrató a un chef confitero de la Capital Federal, especialista en pastelería, y los jueves y domingos, para deleite de su clientela, preparaba sus muy demandadas empanadas criollas.
También brindaban servicios gastronómicos los hoteles y casas de alojamiento que tenía el pueblo. En aquellos tiempos ya existía el Hotel Unión, que estaba en la esquina de Moreno y Primera Junta y pertenecía a la señora Catalina Barón y Barbazán, la cual se hizo cargo del establecimiento cuando falleció su marido, don Juan L'Hopital.
Otro hotel era el San Martín, de Villa y Veronese, situado en Almirante Brown y avenida Saavedra, frente a la plaza principal, que ofrecía servicios de transporte para traslados a la Estación de Tren o a la campaña. Por último, el Hotel del Comercio, de Carlos Andurandegui, disponía de cómodos alojamientos, buena cocina y medios propios de locomoción.
Por esos años también funcionaban el restaurante y posada La Mercedina, de Irene Domínguez, en Rivadavia 70; la fonda y posada La Piemontesa, de Ángel Marchetti, ubicada en inmediaciones de la estación ferroviaria, y la fonda Española, de Luis Almenar hijo, en avenida Alsina y Zapiola.
Las comidas y las bebidas eran una cuestión seria en aquellos primeros años de Chacabuco, en los que la población criolla convivía con inmigrantes llegados de distintos puntos del globo. Esa convivencia hizo que, de a poco, los gustos culinarios se fueran intercambiando. Así, a los nacidos y criados en estas pampas comenzaron a gustarles las pastas y el vino, mientras que los extranjeros se fueron haciendo fanáticos del asado, y adoptaron la caña y la ginebra como si fueran bebidas propias.
Continuando con las bebidas alcohólicas, en esos tiempos funcionaban dos vinerías. Sus propietarios eran la familia Decall y la señora María de Chatar, que traían de San Juan y Mendoza vinos de las variedades clarete, blanco, tinto y moscatel.
También funcionaban varios distribuidores de cerveza, como el almacén Del Villar, concesionario de la Cervecería Argentina Quilmes, y el establecimiento Enrique Bouzó y Cía., representante de la Fábrica Nacional de Cerveza de Buenos Aires. Además, el comercio de Callone y Stropeni era distribuidor autorizado en el partido de Chacabuco de los productos de Cervecería Bieckert, que elaboraba las Pilsen blanca, Bock oscura y Africana negra. Este establecimiento también distribuía el tónico estomacal Aperal, el aperitivo Pineral y la sidra de frutas Pilz.
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