El mito de la estabilidad: aprender a surfear las olas de la vida

Por Mariano Rato
Vivimos atrapados en una fantasía compartida: la idea de que, al resolver ciertos procesos, alcanzaremos finalmente la estabilidad. Nos convencemos de que la tranquilidad llegará cuando terminemos una etapa complicada, cuando pase la enfermedad de un ser querido, cuando superemos una crisis de pareja o cuando la ansiedad se disuelva. 'Solo quiero que esto termine', pensamos.
Sin embargo, detrás de este deseo se esconde una trampa: la creencia de que la estabilidad es un estado permanente, un destino que se alcanza al cruzar la última tormenta. Con esa premisa, cada proceso difícil se percibe como un obstáculo o una pausa en la vida, algo que hay que acelerar para volver a sentirnos bien. Pero la vida no se detiene en esos momentos; precisamente en ellos sucede.
Uno de los mayores desafíos es convivir con la incertidumbre: no saber qué pasará ni cuándo terminará. Esa incomodidad, a veces angustiante, nos impulsa a buscar finales rápidos, como si cerrando el capítulo de un problema pudiéramos, por fin, recuperar la calma. ¿Es eso realmente cierto?
Quizás el problema no radique en lo que atravesamos, sino en cómo lo interpretamos. Solemos verlo como una anomalía que interrumpe el curso 'normal' de la vida, cuando en realidad forma parte de ella. La enfermedad, las crisis y las preguntas sin respuesta no son desvíos, sino el camino mismo.
Esta inquietud se acentúa en los momentos de transición personal, como los cambios de década. Cumplir 30, 40, 50 años (o cualquier cifra simbólica) puede transformarse en una auténtica crisis. Nos enfrentamos al peso de nuestras expectativas, al contraste entre lo que hemos logrado y lo que creíamos alcanzar. Estas transiciones nos obligan a mirar tanto hacia atrás como hacia adelante, proyectándonos en un futuro que a menudo idealizamos o tememos.
A ello se suma el 'efecto de nuevo comienzo'. Cada hito, ya sea una nueva década o un evento significativo, nos infunde la sensación de que podemos redefinirnos o empezar de cero. Pero esa ilusión puede ser engañosa: apostamos tanto a que las cosas serán distintas que, al no cumplirse nuestras expectativas, el golpe resulta devastador, dejando tras de sí una sensación de fracaso o vacío.
Para quienes se cuestionan profundamente el sentido de la existencia, las crisis no son eventos aislados, sino episodios recurrentes en una vida de inquietudes. La ausencia de respuestas definitivas nos confronta con nuestra vulnerabilidad: ¿y si no hay un gran significado esperando al final? ¿Y si la vida, lejos de ser lineal, es simplemente un conjunto de olas que debemos atravesar?
Este planteamiento resulta incómodo, pero también invita a repensar nuestras expectativas. Nos libera del peso de esperar una calma perfecta y permanente, recordándonos que no existe un desenlace definitivo, sino el continuo movimiento de la vida.
Quizás la estabilidad no sea más que un espejismo, una expectativa que, al no cumplirse, nos hace sentir frágiles e incompletos. Creemos que la tranquilidad vendrá después del próximo final, sin darnos cuenta de que la vida seguirá presentándonos nuevas olas, una tras otra.
Es en ese contexto donde surge la verdadera pregunta: si la estabilidad, tal como la imaginamos, no existe, ¿qué hacemos con los procesos que nos atraviesan? No hay una respuesta única ni un cierre redondo. La vida no se trata de resolver, sino de habitar; no de llegar, sino de estar. Y en ese estar se abre el desafío de convivir con las olas que, inevitablemente, seguirán llegando.
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