El racismo está de moda

Por Manuel Barrientos
Ser racista es lo más, súper cool, está de moda, es trendy, es viral, está hype. Ya sé, usted podría decirme que acá, en este país, racistas y xenófobos fuimos siempre. Es cierto. Pero hubo un tiempo en que la cosa estaba como solapada, no quedaba bien, daba un poquito de vergüenza y a quien se le escapaba un discurso racista se le obligaba a pedir disculpas públicas. Ahora no: la cosa es a cielo abierto, salieron del closet, dispuestos a inundar cualquier conversación sin tapujos. Se lo planteo en términos académicos: está habilitada socialmente la circulación de palabritas que discriminan y oprimen a otros, otras, otres (ay, por el amor de Dios aprendan a escribir en castellano que la Real Academia Española no permite el uso del lenguaje inclusivo y además ya fue) tomando como punto de partida la creencia de que algunas razas o grupos étnicos son superiores a otros. Que de eso se trata el racismo y no otra cosa. Deje que me tome un vasito de agua antes de seguir con mi perorata.
Se nos llenó de gente poco preparada el Congreso, oigo en un programa de streaming y la verdad que no puedo más que coincidir, porque ahora uno escucha legisladores que niegan el cambio climático, afirman que la Tierra está sostenida por cuatro elefantes o que no existieron los gliptodontes. El panelista agrega que cómo puede haber una diputada cartonera, una negra sin estudios, que viene de la villa. Otro panelista con aire de amplitud le responde que Diputados es la Cámara baja, nuestra Cámara de los Comunes, explica con perfume europeo y que entonces le parece bien que haya gente sin preparación porque expresa a un pueblo sin estudios. En otro programa, en una radio bien masiva, un conductor deportivo afirma que por suerte ya se terminó este curro del INADI y esas pelotudeces, que a los negros se los llama negros, a los marrones se los llama marrones, y a los ignorantes se los llama ignorantes.
Si a uno le salta la indignación y grita: 'Ehhh, pero eso que está diciendo es racista', te miran como sorprendidos y te dicen que deje al buen hombre hablar, que es un punto de vista atendible y que hay que escuchar las distintas campanas para después tener una opinión equilibrada de las cosas. Como si el justo medio fuera una cóctel que lleva dos partes de racismo, una parte de empatía, una de respeto al otro en la diferencia y la diversidad, bata bien y agregue una rodaja de pomelo en el borde de la copa.
Aquí podría insertar una frase del Papa Francisco que sostiene que el racismo es un virus que muta con rapidez y, en vez de desaparecer, se esconde y permanece en la penumbra listo para saltar al acecho. También podría buscar alguna declaración del flamante León XIV. O de Bartolomé de las Casas criticando la esclavitud y el trato inhumano que recibían los pueblos originarios de los colonizadores españoles, ya que nos arrastran a volver los términos de la discusión más de cinco siglos para atrás.
La pregunta, sin embargo, es otra. ¿Por qué regresan esos discursos justo ahora, por qué salen a flor de piel y dejamos que se pasen de boca en boca como si fuera una recomendación de ver la serie El Eternauta? Las respuestas no habría que buscarlas en términos religiosos o morales, sino en la lectura del momento económico, social y laboral que atravesamos. La vida hoy es dura, exigente, estamos sobreexplotados para llegar a fin de mes. Vemos a los otros como rivales que compiten contra nosotros por un lugarcito al sol en el mercado de trabajo. Debemos tirar a los demás por la borda porque no hay lugar para todos. No hay plata, la fiesta se acabó, el último que apague la luz. Un polaco que no fue Papa sino sociólogo decía que en estos tiempos contemporáneos los demás son 'pájaros de mal agüero', porque traen el eco del desempleo y la exclusión que podrían llegar a alcanzarnos.
Por eso nos encerramos cada vez más, vivimos en nuestras burbujas y disparamos a todo aquel que se nos acerca, mirá si nos viene a comer una porción de nuestra torta. La mirada de los otros nos devuelve la imagen espejada de aquello en lo que podemos llegar a caer. En eso que llamaban inconsciente, nos carcome la idea de que cuántos menos queden en pie más grande va a ser el pedazo que nos toque. En realidad, tal vez podríamos cocinar entre todos una torta más grande. Para andar cerrando, déjeme que le diga que hoy no tenemos desafío más grande que pensar cómo unir lo que aparece como fracturado y roto. Cómo hacemos para poner sobre la mesa -antes que nada- lo que tenemos en común.
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