La psicología de los pueblos: entre el control social y la necesidad de reformulación

Por Mariano Rato
Freud, en su obra El malestar en la cultura, explicaba que, para vivir en sociedad, las personas deben renunciar a algunos de sus deseos e impulsos, lo que genera malestar personal. Este sacrificio, según él, es el precio que pagamos por lograr armonía social. Irónicamente, ese malestar sigue presente, especialmente en las pequeñas comunidades, donde la vigilancia sobre lo que hacen los demás parece más importante que la libertad individual. ¿Hasta qué punto esa vigilancia contribuye al bienestar colectivo, o solo fomenta un ambiente de control que impide que las personas sean auténticas?
En los pueblos, la tendencia a observar y criticar a los demás se convierte en una especie de deporte local. El "ser y dejar ser" muchas veces es más una fantasía que una realidad, porque existe una necesidad constante de opinar sobre lo que el otro hace o deja de hacer. Esta crítica social no se limita a expresar una opinión, sino que se convierte en una forma de señalar lo que está mal según las normas impuestas por la comunidad. Así, no solo se limita la libertad individual, sino que se fomenta una cultura de control que termina ahogando cualquier intento de innovación o diferencia.
Este fenómeno no es exclusivo de la vida personal; también ocurre en el ámbito profesional, donde las jerarquías y las tradiciones tienen un peso determinante. En muchas profesiones, y la psicología no es una excepción, los que recién comienzan se encuentran con un sistema donde deben 'pagar derecho de piso', adaptándose a las normas establecidas por los más experimentados. Esos profesionales veteranos, muchas veces, dictan lo que está bien y lo que está mal, y cualquier intento de desviarse de ese camino es visto con sospecha o desaprobación.
Este tipo de control se puede traducir en sanciones morales que no necesariamente responden a un criterio profesional actualizado, sino a un intento de perpetuar ideas y teorías centenarias. Las críticas a enfoques más modernos, como la terapia cognitivo-conductual, no son extrañas en estos contextos, donde lo nuevo siempre es cuestionado y donde el cambio es percibido como una amenaza al status quo. Sin embargo, aferrarse a teorías de otro siglo, sin aceptar las transformaciones de la realidad actual, no solo limita el progreso, sino que también perpetúa una rigidez que afecta el avance.
Es importante señalar que esto no es exclusivo de una teoría en particular. Todas las corrientes psicológicas, incluidas las más modernas, necesitan adaptarse y reformularse constantemente para seguir siendo útiles y efectivas en un mundo en cambio. La falta de flexibilidad y la resistencia a evolucionar puede darse en cualquier teoría que, si no se ajusta a las nuevas realidades, termina por volverse obsoleta.
La resistencia al cambio es un problema que va más allá del ámbito profesional. Muchas comunidades están atadas a una forma de pensar donde lo importante es lo que otros hacen, y no el crecimiento personal o colectivo. Esto crea una dinámica donde se vigila y se juzga constantemente al otro, como si el éxito o el fracaso de una persona dependiera de cómo encaja en el molde preestablecido por la sociedad. Es una psicología del control, que se perpetúa porque alimenta la sensación de superioridad moral de quienes siguen las reglas.
Pero, ¿qué ocurre cuando esas reglas ya no sirven? Freud, que fue un revolucionario en su tiempo, seguramente también sería cuestionado por aquellos que se niegan a aceptar que el mundo ha cambiado. Las teorías que él desarrolló, aunque valiosas en su momento, no son inmutables. La ciencia, y en especial la psicología, debe adaptarse a los tiempos. No se trata de rechazar el pasado, sino de reformular viejos conceptos que ya no se ajustan a las necesidades actuales. La falta de adaptación, más que el cambio, es lo que frena el avance de las disciplinas.
La psicología de los pueblos, entonces, es un reflejo de este conflicto entre tradición y modernidad. Por un lado, están aquellos que insisten en que el control y la vigilancia son necesarios para mantener el orden, mientras que, por otro lado, las nuevas generaciones traen consigo nuevas formas de ver el mundo y enfrentar sus desafíos. Esta tensión entre el pasado y el presente genera una sensación de estancamiento, donde las oportunidades para crecer o innovar se ven limitadas por el miedo al juicio de los demás.
A nivel profesional, esta dinámica de control social se manifiesta en una clara resistencia al cambio. Los profesionales experimentados, en muchos casos, intentan dictar las reglas sobre lo que es correcto o incorrecto, sin dejar espacio para la innovación. Esto es especialmente problemático en campos como la psicología, donde las realidades sociales y las demandas individuales han cambiado drásticamente en las últimas décadas. Freud abrió el camino, pero su legado debe evolucionar, no estancarse.
El verdadero progreso radica en la capacidad de dejar ser, tanto en lo personal como en lo profesional. La verdadera evolución ocurre cuando se permite que las nuevas ideas florezcan y se cuestionen las viejas estructuras. En lugar de centrarse en lo que el otro hace mal, quizás es momento de reflexionar sobre qué estamos haciendo nosotros para mejorar nuestras propias vidas y las de quienes nos rodean.
Es necesario reformular los conceptos erróneos que nos han acompañado por tanto tiempo, y entender que el cambio, lejos de ser una amenaza, es una oportunidad. La pregunta que podemos hacernos no es por qué los demás no siguen el camino marcado, sino por qué no permitimos que cada uno trace el propio. Quizás el verdadero bienestar radica en aceptar que no hay una única forma correcta de hacer las cosas, sino muchas, y que la diversidad de enfoques, tanto en la vida cotidiana como en la psicología, es lo que realmente nos enriquece.
El camino de cada uno es su identidad. La identidad de cada camino es la diversidad. La diversidad es tolerancia y aceptación sin juicios ni miramientos desde una supuesta superioridad.
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