Todos tienen que decir algo del sistema educativo

Por Juliana Chacón
En los últimos años (aunque se podría pensar que ya hace más de diez décadas), el sistema educativo fue puesto en debate. Parece ser que la crisis a la que llegó, en la que estamos sumergidos quienes trabajamos en él, fue impensada años atrás. Parece que todo pasado (educativo) fue mejor. Pero quienes trabajamos a diario en las aulas, horas y horas, día tras día, año a año, en el contacto con niños y adolescentes, vemos los claroscuros de 'semejante crisis'.
Podríamos retroceder al inicio de la educación argentina, hablar de la gesta sarmientina, de las improntas normalistas que aún continúan asaltando las aulas, detenernos en los larguísimos cuestionarios contenidistas o en el imperativo de las carpetas completas, así como en la mirada naif o en la demagogia a la que se ven sometidos los estudiantes.
Todos tienen algo que decir del sistema educativo. Todos pasamos por él, fuimos estudiantes, somos padres de estudiantes, tíos, primos, vecinos. Y siempre tenemos algo que decir del sistema educativo. Que si tal da bien clases, que si tal no sabe nada, que si alguien no es responsable o es milico en el aula, que si falta, que si es aburrido, que no enseña, que enseña demasiado y qué se cree, que los chicos pueden hacer eso. Todos decimos, dijimos y vamos a decir algo del sistema educativo. Quienes atravesamos la educación primaria o la secundaria pensamos que los estudiantes son los mismos, que los conocimientos y el modo de acercase a ellos es el mismo, que los docentes deberían ser casi idénticos a los que recordamos.
Lo cierto es que poco y nada se recuerda una vez atravesada la educación primaria o secundaria. Siempre algún estudiante se acerca (suerte de la ciudades pequeñas) para decirme que odiaba mi materia o que no me aguantaba (no tantas veces) y también que quiere volver a mis clases o que se acuerda que un año leímos tal o cual novela o la anécdota de un viaje, una peli, un compañero o compañera que durante la clase hizo algo gracioso. Esos encuentros con ex alumnos son los que me transforman, creo, en una docente más permeable.
Si casi nada se acuerdan, ¿por qué insistir en la clasificación de tipos de cuentos o de narradores o de adjetivos, de géneros discursivos, de conectores, de reglas ortográficas? Basta con que cualquiera de ustedes intente recordar al menos diez de esas reglas ortográficas, para descubrir que son poquísimas las que recuperamos a la hora de escribir. Sólo recordamos las que ponemos en uso. De los cuestionarios (aún lamentablemente en boga) tampoco se recuerda casi nada. Pude comprobarlo a lo largo de los años. Pero nos sirven para esgrimir argumentos de qué aprendió. De lo que sí se acuerdan muchas veces es de la lectura como hallazgo, como descubrimiento, como recuperación de una mirada crítica que nada tiene que ver con la puesta por escrito de datos aislados. Lo que sí recuerdan es el esfuerzo de escribir un texto, de hacer una y otra vez borradores, para que el cuento sea un cuento o para escribir un ensayo. Eso y un par de anécdotas que tienen más que ver con las veces en las que les pedí que hicieran trabajos grupales y, fuera del aula, se juntaron a hacerlos durante horas en derivas que tenían que ver con tomar mates, hacerse amigos, discutir porque alguien no hacía nada, descubrir que podían hacer algo juntos. Y también de los sobornos a compañeros para que les pasaran la tarea resuelta.
Florencia Anglietta, en 'Dar la clase', dice: 'Quizás toda pregunta por dar clases sea una pregunta sobre ese ?atisbo de comunidad?'.
Supongo que estarán saliéndose de los cabales algunos lectores, porque los chicos no saben leer y escribir y las estadísticas y los etcéteras. Pero, cabe la pregunta, después de la pandemia (cuyos efectos nocivos creo que aún no llegamos a ver), ¿qué hacemos con los lazos comunitarios en el aula? Quienes seguimos entrando a ese siempre mutable e inesperado escenario (con nuestras secuencias didácticas y planificaciones anuales que mucho sirven para darle cause a la tarea, pero no son suficientes) sabemos que los grupos de clase son ahora subgrupos de subgrupos y que ya no sucede (como en nuestros tiempos de estudiantes) el entramado grupal. Los pibes y pibas muchas veces no se saludan, no tienen contactos unos con otros, se disgregan, se temen, no se aguantan, se avergüenzan. ¿Y qué hacemos con eso, mientras les sacudimos cuestionarios y les pedimos carpetas completas? ¿No es acaso lo que urge? ¿Se puede enseñar a leer, a poner en crisis valores comunes, a discutirlos, a pensarlos, a poner nuestra mirada sobre el texto, en medio de semejante disgregación? ¿Quién de ustedes se animaría? ¿Quién de ustedes escribiría algo al respecto para ser leído por los otros?
Algo de esto pasa de un aula a otra, a veces se interrumpe por suerte; incluso les pasa a muchos docentes que no quieren leer en voz alta en las reuniones las puestas en común o que incluso no leen en su casa, tampoco escriben más que mensajes en las redes o pequeñas anotaciones, pero pretenden que los alumnos lo hagan.
Una cosa no quita la otra pero la potencia o la anula.
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