Un viaje en globo

CONTRATAPA
Por Manuel Barrientos
Hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, miles de personas creían que el lugar donde vivían no era tan bueno (así hablaban ellos) y decidieron emprender un viaje en un globo aerostático que era tan colorido como moderno.
El piloto que habían escogido para el mando prometió eliminar los obstáculos y cepos que limitaban la velocidad de la aeronave. Una vez alcanzada la altitud necesaria, todos pronto estarían en un lugar de gran belleza, donde podrían disfrutar libremente de las riquezas que generaran, sin necesidad de contribuir a los gastos comunes.
Una vez a bordo, el comandante explicó que habían encontrado el globo desordenado y mal cuidado, con los instrumentos de navegación dañados. Sus predecesores no habían hecho las cosas de manera adecuada y habían utilizado materiales muy pesados para su construcción, según afirmaba el comandante.
Solo había una alternativa. Debían reducir la carga que trasladaba el globo, dijo el piloto.
Los aeronautas se vieron obligados a tirar muchas de sus pertenencias. El sacrificio -pronosticó el capitán- sería recompensado en un lapso muy breve con los tesoros que tendrían al llegar al territorio prometido.
A pesar de deshacerse de sus bienes personales, el globo continuó volando bajo. Algunos pocos tripulantes mostraron las primeras, leves, señales de escepticismo. El capitán no dudó en confirmar el rumbo. Afirmó que solo necesitaban renovar el gas propano que impulsaba la nave. Tenían que hacer una simple parada técnica, en una estación de recarga atendida por un grupo de amigos, a quienes -según dijo- ya conocía de viajes anteriores.
Los proveedores fueron muy amables y, a cambio del combustible, pidieron las reservas de comida de los aeronautas. El comandante argumentó que era la mejor opción, porque aliviaría la carga y así alcanzarían la altitud óptima.
Siendo fieles a esta historia de ese pueblo tan distante, debemos reconocer que, pasados unos meses, el globo seguía atascado en su trayectoria. El capitán decidió entonces que los tripulantes se deshicieran unos de otros. Hizo saber a sus colaboradores que si hacían lo que él ordenaba, el ascenso sería inevitable.
Los habitantes accedieron rápidamente, pues en el pueblo que habían dejado atrás (y del que en realidad tampoco se habían alejado tanto) estaban acostumbrados a ver programas de televisiòn que consistían precisamente en eso: eliminar, poco a poco, a cada uno de los protagonistas del espectáculo hasta que solo quedara uno. O ninguno.
Día a día elegían a quién echar por la borda. Así se pasaban el tiempo durante el día. Por las noches soñaban a sangre fría: sospechaban que cuantos menos quedaran en el globo al final del viaje, más tendrían para repartir de las tierras prometidas. Pero tenían que hacer paradas cada vez más frecuentes para recargar combustible. A cambio, entregaban sus dólares, las joyas de la abuela, los relojes, las prendas, los medicamentos.
Descarte tras descarte, el comandante se quedó finalmente solo con un grupo muy reducido de colaboradores. El ascenso (no hay sorpresa aquí) nunca ocurrió.
El capitán y sus copilotos entregaron el globo para saldar las deudas que tenían con los proveedores de propano. Debido a los servicios prestados, empezaron a trabajar para ellos. Algunos decían que, en realidad, siempre lo habían hecho.
Los tripulantes regresaron a sus tierras y hallaron sus hogares saqueados. Tuvieron que empezar de nuevo, recurriendo a los lazos fraternos que una vez los habían unido. Y recordaron esta historia de generación en generación, para evitar que una vez más se repitiera tan triste travesía. Pero la distancia en el tiempo y en el espacio hizo que apenas ahora el relato llegara a estas páginas.
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