Apuntes sobre Bahía Blanca

Por Marcelo Chata García
Bahía Blanca nos duele. Por suerte también nos moviliza y el espíritu solidario dice presente. Poco me une con esa ciudad: una amiga de la Facultad, un congreso de Organización Industrial en el '23, y mi padrino, declarado hincha de Olimpo.
Bahía Blanca es también una advertencia, una sombra que se proyecta sobre nuestra cotidianeidad. Como lo fue el Covid –aunque quisiéramos sentirlo lejos y superado-, nos abre a la incertidumbre de un planeta que da señales de agotamiento. Venimos de unos años de sequía; ahora inundación. Es verdad que no es la primera vez que pasa. Hubo inundaciones en el pasado, como también sequías. Pero estos fenómenos extremos comienzan a ocurrir con mayor asiduidad.
Nos vamos acostumbrando a los veranos de 40°. Quizá el aire, la pileta o los viajes de vacaciones nos puedan hacer fingir demencia. Hasta que los cortes de luz, la escases de agua o la crisis económica nos impiden escapar de lo evidente. Negar el cambio climático es eso: fingir demencia. No es extraño que lo nieguen los líderes políticos más dementes.
Faltan obras públicas para evitar o minimizar los daños de una inundación; sí. Y aun así nos queda la sensación de que no se trata de sumar obras sobre obras. Que son parches de infraestructura necesarios, pero solo eso, parches, recursos paliativos, soluciones tecnológicas que procuran adaptar nuestro medio a las nuevas condiciones. Hace falta más.
Bahía Blanca no hizo nada para que le ocurriera lo que le pasó; o nada en particular. Nada en términos de causa y efecto. En todo caso, hace lo que hacemos todos. Sucede que las consecuencias del cambio climático no ocurren directamente en los lugares donde más se generan actividades que dañan al planeta. De hecho, los cálculos de emisión de carbono muestran que son los países desarrollados, de la OCDE, aquellos que más contribuyen a ocasionar el cambio climático; sin embargo, los eventos climáticos extremos ocurren mayormente en países con Índice de Desarrollo Humano bajo o medio.
El mundo es interdependiente. Es preciso tomar acciones locales, pero también coordinar acciones regionales y globales. ¿Puede el mercado gestionar de manera eficiente las transformaciones necesarias en este mundo interrelacionado? ¿Puede ser la búsqueda individual de maximización de beneficios y minimización de costos la única guía frente a los desafíos que tenemos delante? Es cierto, los eventos extremos afectan gravemente al capital privado, le genera pérdidas enormes, y eso lleva a muchas empresas a encarar programas para reducir su impacto sobre el medio, ya sea con energías verdes, los materiales que utilizan o el reciclaje. Se generan también, articulaciones en las cadenas globales, empresas que exigen a sus proveedores ciertos tratamientos o ciertas tecnologías menos dañinas, incentivando al cambio a otras empresas que quizá por propia motivación no lo harían. ¿Eso alcanza para pensar que se harán cargo de manera privada –cuando puedan monetizarlo- de las obras públicas preventivas, o harán sólo las que cuiden su patrimonio?
Otra estrategia son los seguros. Pero ni todas las empresas ni todos los individuos pueden acceder a seguros sobre las amenazas del cambio climático. Quedan expuestos.
Todo parece indicar que vamos a necesitar del Estado que están destruyendo. Y no solo los diferentes niveles jurisdiccionales de un país –municipal, provincial, nacional-, sino las instancias internacionales que están desfinanciando. Los estudios muestran que si un país pone normas rígidas para cuidar el medio ambiente, muchas empresas toman la opción de reubicar sus actividades en países con regímenes más laxos o con menos capacidad de control. Por lo tanto, lo que ya no producen dentro de sus fronteras, deben importarlo con la carga de emisión de gases de efecto invernadero incluido. Parece que no hay forma, debemos actuar como especie.
Esto amerita la pregunta sobre si los líderes políticos que tenemos son idóneos para dirigir las acciones necesarias del Antropoceno. Si las instituciones actuales, así como funcionan, nos dan garantías. La duda está justificada. Más que discursos mesiánicos sobre el libre mercado, se requieren nuevas y buenas articulaciones entre sectores privados y políticas públicas. Y, sobre todo, fortalecer la capacidad de participación de la población, para enriquecer la búsqueda de soluciones con nuevas ideas, para establecer mecanismos de control a uno y otro sector, y para que todos seamos partícipes y nadie quede excluido.
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