¿Debe el terapeuta contar cosas de su vida?

Por Mariano Rato
Quienes hemos pasado por una terapia o quienes conocen el trabajo de un psicólogo, en algún momento nos hemos hecho esta pregunta: ¿los terapeutas también sufren? ¿Tienen ansiedad, pareja, hijos, problemas? ¿Alguna vez consumieron? ¿Les pasa lo mismo que a nosotros?
La figura del terapeuta muchas veces se presenta como alguien que escucha, que pregunta, que interviene, pero que no revela nada de sí. Y esto tiene un motivo: su rol no es ser protagonista, sino facilitar el proceso del otro. Eso que en psicología se llama 'neutralidad terapéutica' no es frialdad, sino una forma de cuidado: evitar que el espacio terapéutico se convierta en una conversación simétrica, donde la atención se corra del paciente.
Sin embargo, la neutralidad absoluta no siempre es posible ni deseable. En ciertos momentos, puede aparecer algo que en psicología clínica se llama 'autorevelación terapéutica': es decir, cuando el terapeuta comparte algo personal, ya sea de forma espontánea o en respuesta a una pregunta del paciente.
¿Está bien que lo haga? ¿Está mal? Como muchas cosas en la vida, depende.
Las investigaciones científicas muestran que una autorevelación puede tener efectos positivos si se hace con prudencia. Estudios como los de Hill y Knox, o el de Henretty y Levitt, señalan que compartir una experiencia mínima —por ejemplo, una emoción o un recuerdo breve— puede fortalecer el vínculo con el paciente, validarlo o hacerlo sentir menos solo. Pero también advierten que, si el terapeuta habla de más o lo hace por una necesidad personal, puede confundir al paciente, desdibujar los roles e incluso hacer daño.
En mi experiencia como terapeuta, creo que no se trata de decir o no decir, sino de pensar para qué. A veces, cuando un paciente me pregunta si yo también viví algo similar a lo que le pasa, no le devuelvo una respuesta directa, sino otra pregunta: '¿Qué te cambiaría saber eso?' Porque muchas veces lo que está en juego no es la curiosidad, sino la necesidad de saber si aún hay esperanza, si es posible salir adelante, si alguien puede comprenderlo de verdad.
Ahora bien, hay algo más que vale la pena señalar: en muchos contextos, especialmente en comunidades más pequeñas, puede volverse difícil para algunos terapeutas mantener los límites entre la vida profesional y la personal. La cercanía cotidiana, los vínculos cruzados y el conocimiento compartido muchas veces ponen a prueba el encuadre terapéutico. Atender a personas cercanas, establecer lazos sociales fuera del espacio de consulta o participar en actividades comunes puede confundir los roles. Y cuando eso sucede, el espacio de terapia corre el riesgo de volverse menos claro, menos protegido y, en última instancia, menos efectivo para quien más lo necesita: el paciente.
Un buen terapeuta no es el que lo cuenta todo ni el que lo oculta todo. Es el que sabe cuándo hablar, cuándo callar, y cómo usar cada palabra para acompañar el proceso del otro. Porque la terapia no es un espejo para el terapeuta, sino un lugar donde el paciente pueda verse, escucharse y empezar a armar su propia historia.
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