Los límites naturales del capitalismo

Por Marcelo Chata García
Nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, observaba hace unos años Mark Fisher, en un tono completamente opuesto al que llevó en 1992 a Francis Fukuyama escribir El Fin de la Historia y aventurar la conciliación e instalación definitiva del liberalismo económico y la democracia política. La falta de imaginación para pensar un poscapitalismo pone en riesgo la continuidad de la vida. Es decir, si no logramos imaginar una nueva forma de producción, distribución y consumo que supere nuestra actual forma de desarrollo, estamos al borde de traspasar los límites que la naturaleza le impone a la vida humana.
El capitalismo, sobre todo desde la revolución industrial, tendió a expandir su producción de bienes y servicios de manera acelerada, incorporando a todos los sectores de la sociedad, hasta cubrir la superficie del planeta, y asimilando cada nueva generación, a la vez, más numerosa que la anterior. Más que preocuparse por distribuir, su ideal fue hacer crecer el volumen de riqueza –la torta-, de manera tal que incluso aquellos que menos tienen, al haber una riqueza más grande, pudieran disfrutar de mayores beneficios. Los más ricos acumulan mucho más, pero incluso el ser humano más pobre de la actualidad tiene acceso a un estilo de vida superior a los de un rey de la antigüedad.
Sin embargo, si el desarrollo continuo implica mayor presión planetaria, la naturaleza presenta un límite al crecimiento perpetuo, y esta constatación genera el surgimiento de diferentes respuestas posibles. Una es la que plantean la agenda de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 y los Informes de DDHH, del PNUD, que apuestan a una articulación política internacional que direcciones inversión, innovación, participación ciudadana y políticas públicas para guiar al mundo a un modelo de desarrollo que no deje afuera a nadie y sortee los peligros del Antropoceno.
No es de extrañar el ataque furibundo del extremismo liberal a ese camino, pues supone una revalorización de las funciones de los Estados Nacionales, de la distribución de riqueza inter e intra países, y de la política. Es en ese marco donde aparecen ataques directos a la misma idea de 'Estado' como los que encarna nuestro presidente Javier Milei en los foros de la extrema derecha.
Aun así, los líderes de las grandes corporaciones tecnológicas han pasado de la estrategia de evadir los controles estatales –a través de guaridas fiscales o el mundo crypto-, o reducir las capacidades de los Estados –mediante las políticas neoliberales-, a buscar cooptarlos mediante líderes populistas atados a sus intereses. Abren una perspectiva de salida del Antropoceno hacia afuera –al espacio en búsqueda de nuevos recursos-, y la clausura de un capitalismo para todos. La tecnología ha convertido a ciertos sectores en excedente de población relativa, grupos que no encuentran su lugar de inserción y que son vistos como 'lastre' para la felicidad del resto de la humanidad.
Frente a eso despliegan dos movimientos: un individualismo que recrea la supervivencia del más apto, aquellos que se esfuerzan y toman buenas decisiones seguirán disfrutando de la abundancia y la comodidad del mundo moderno. Y la denigración moral de los excluidos, pues la buena conciencia humana no podría soportar esa exclusión a menos que considere a esas personas merecedoras de la marginación: no trabaja el que no quiere, salen a delinquir en lugar de trabajar, buscan vivir de planes sociales, son migrantes que vienen a sacarnos el trabajo, etc.
Cualquier desviación de la estrategia de las grandes corporaciones económicas es acusada de comunismo por los pastores del extremismo liberal. Para la izquierda, 'trabajar todos, trabajar menos, producir lo necesario, distribuirlo todo' no sale aún de la categoría de grafiti sin programa concreto. El pos capitalismo aparece como una organización que se nos escapa del imaginario. Volviendo a Fisher, nuestros sueños aún no tienen nombre.
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