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Pobre el que quiere

25/03/2025
Pobre el que quiere

Por Marcelo Chata García 

Somos hijos de un relato que marcó nuestras decisiones y empeños: estudiar y trabajar es el camino para el ascenso social.  Y así consideramos normal alcanzar un nivel de vida mejor al heredado de nuestros padres.  Esa enseñanza familiar coincidía, y para algunos sectores aún puede ser así, con las oportunidades de estudio e inserción laboral que ofrecía nuestro país.

Hace unas semanas se publicó el estudio 'La narrativa rota del ascenso social; expectativas de los jóvenes de barrios populares', una investigación realizada en asentamientos del Gran Buenos Aires, por Daniel Hernández y Rodrigo Zarazaga, del Centro de Investigación y Acción Social y Fundar, dos instituciones que trabajan en políticas inclusivas.

El estudio se puso como objetivo investigar la vigencia entre los jóvenes de sectores populares de lo que llaman el 'relato tradicional', justamente aquel que confía en el estudio y en el trabajo para mejorar las condiciones de vida.  Para ello, indaga sobre tres variables: la familia, los vínculos, y la escuela; concluyendo que sus experiencias cotidianas destruyen esas expectativas.

Los autores sintetizan algunos de sus hallazgos en ciertas imágenes que seguramente no sorprendan a ningún trabajador o trabajadora social, pero sobre las que vale la pena reflexionar.  Una es no haber sido cuidados durante su niñez.  Gran parte de las familias en los estratos más bajos están detonadas: padres/madres ausentes, presos, violentos o adictos son parte de su realidad.  La única forma de escapar de la violencia hogareña es pasar a vivir en la calle.  'Leandro (19 años), quien terminó en situación de calle a los trece años por violencia familiar, entiende el problema linealmente: 'Cuando era chico vi cosas que no debiera haber visto… Mi familia era vende-droga y yo soy su descendiente'.' A veces, el rol del cuidado lo cumplen abuelas o hermanas mayores, en muchos casos, madres solas que deben repartirse entre conseguir el sustento y la crianza.

Los vínculos personales forman un capital importante para abrirnos camino en la vida.  Sin embargo, los jóvenes de estos asentamientos quedan presos de los prejuicios que les impiden generar lazos fuera de allí, insertarse en algún club o asistir a escuelas instaladas en otros barrios.  'Muchos de ellos manifiestan haberse sentido tristes, e incluso deprimidos, por esta falta de vínculos.'  Algunas madres optan por crear una 'cápsula familiar': mantenerlos encerrados en la casa para que no sean captados 'por la esquina' (alusión a las pandillas del barrio que captan a los adolescentes para consumir y delinquir).  'Camila (21 años), cuenta que de chica no la dejaban salir por la inseguridad y ahora viven encerradas con su madre y su hija 'porque en su cuadra hay tres casas de transas'.'

La escuela también resulta una experiencia frustrante.  'En nuestra encuesta a jóvenes, la mayoría de ellos —más del 90%— valora estudiar y no sólo aspira a completar sus estudios secundarios, sino también a continuar su formación académica: del total de encuestados, el 21% desea alcanzar estudios terciarios, mientras que un 40% tiene como meta obtener un título universitario.'  Aun cuando todavía es considerada –en abstracto- como una oportunidad para cambiar su futuro, en concreto no cumple esa función.  En primer lugar, chocan con las exigencias del estudio y sufren no tener el acompañamiento familiar para afrontarlo.  Aquellos que logran terminar el secundario y deciden probar suerte en educación superior, perciben que han recibido una educación de menor calidad que no les permite avanzar.

Dos imágenes ilustran la experiencia escolar: la escuela violenta y la vacía.  Las escuelas no quedan afuera del contexto violento y del consumo de drogas que las rodea.  Eso termina desalentando a los alumnos que quieren aprender y a los profesores que intentan enseñar.  Pero la imagen más desoladora es la de escuela vacía.  Generalmente no encuentran allí a sus amigos –eso que tanto nos alegraba al llegar al colegio-.  Los jóvenes pueden faltar a clases durante meses, sin que eso sea considerado abandonar.  Simplemente, la escuela no logra imponer una rutina que ordene la cotidianeidad.  Sumado a eso, los paros, las ausencias docentes, la imposibilidad de cubrir cargos, el cierre repentino del establecimiento por falta de agua, todo se conjuga en una sensación de desidia.  'Analía (17 años), se lamenta: 'A veces voy a la escuela y no encuentro a nadie.  A veces los profesores no llegan a tiempo o no pudieron venir, y te quedas ahí sola.  Ya me pasó unas cuantas veces que he ido y no estaba ninguno de mis compañeros y me tuve que quedar ahí sola'.

A pesar de todo, las escuelas públicas es con lo único que cuentan; no van a tener más oportunidades desmantelando el Estado sino reforzando su función.  Nadie quiere esa realidad para nuestros jóvenes.  Ellos tampoco.

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