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Que viva el cine

02/03/2025
Que viva el cine

Por Manuel Barrientos 

 

Mi mamá se subió al auto con la ayuda de mi padre, se sentó sobre un pie. Estaba embarazada de ocho meses y medio, panza redonda y grande, buscaba una postura en la que se sintiera más cómoda, aunque todo intento era vano. Iban con Rubén y Susana, una pareja amiga. Su pierna se adormeció en esas ocho cuadras y media en línea recta que distaban entre mi casa y el Cine Teatro Español. 

Ese 26 de marzo de 1977, estacionaron en la plaza San Martín. Mi mamá abrió la puerta, intentó bajar, pero la pierna no respondió. Ni bien tocó el suelo, sintió el crack. Un sonido preciso y rotundo que escuchó poco antes de rodar por el pavimento. Rubén, médico, la socorrió. El diagnóstico: fractura expuesta de tobillo. Yeso, operaciones y largos meses de reposo. 

Nací once días después de la quebradura, con mi madre con ese tobillo lleno de clavos. No había parto natural posible, fue directo a cesárea. Aquellos primeros meses los vivimos bajo el amparo de mi abuela, en su casa, que estaba ahí, cruzando esa plaza.

Alguna vez escuché, o creí entender, que mis padres iban a una función de El Padrino II. Mi mamá dice que no se acuerda. Mi papá tampoco. Yo prefiero pensar que iban (íbamos) a ver esa película de Coppola. Lo que sí está claro es que no llegaron a entrar a la sala. Y que mi mamá sigue con ese tobillo a la miseria. Tal vez por la pulsión a aquello que no logramos alcanzar, desde que soy niño disfruto como pocas cosas en el mundo estar en una sala de cine y ver películas.

 

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Con el regreso de la democracia, mis padres comenzaron a ir al Barrio San Cayetano a brindar clases de apoyo escolar. Mi tío Tito se sumó a una tarea particular: proyectar películas para los chicos y las chicas del barrio en la capilla. Alquilaba los rollos de 16mm en San Pablo Films y los iba a buscar o se los enviaban desde Buenos Aires. 

También coleccionaba revistas de cine y fascículos sobre todas las obras que habían sido nominadas a los Oscar. Yo me pasaba horas y horas mirando esas páginas y entregando mis propios premios imaginarios a las pocas películas que había visto. 

Nada me hacía sentir más grande que ayudar a mi tío en esas proyecciones en la capilla. Un amigo de la familia, Miguel, llevaba una tela blanca gigante que ponía por delante del crucifijo y ahí disfrutábamos de clásicos de Carlitos Chaplin, el Gordo y el Flaco, películas de vaqueros y alguna que otra de cine nacional. El Chino Benac también había prestado una cinta de un partido de básquet de la NBA, que mi tío usaba para las pruebas previas y proyectaba en retroceso, para las risas de quienes llegaban primero a aquella sala improvisada.

 

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A mediados de los ochenta, mi papá ganó una rifa, probablemente de los bomberos o del hospital. El premio fue una videocasetera JVC, negra, una de las primeras que había en Chacabuco. Siempre en línea recta, me iba hasta la esquina de San Juan y Pueyrredón, en la que estaba el videoclub Celuloide. La persona que más supo de cine en Chacabuco, Carlitos Bettoli, usaba ese espacio como un campo de acción pedagógica. No creo que haya ganado un austral. Pero desde ahí, desde su ciclo en Canal 3 y desde los talleres de apreciación cinematográfica formó a decenas de cinéfilos que seguíamos sus recomendaciones. 

Ya en los noventa, en la Casa de la Cultura, nos preparaba fichas de cada película que proyectaba y abría espacios de discusión. Carlitos era un coleccionista experto y artesanal, tenía un archivo enorme con todas las películas que se habían estrenado en la Argentina desde los años cincuenta. Aún conservo esas fichas que nos fotocopiaba. Cuánto talento, cuánto saber, cuánta bondad en una sola persona. 

 

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La posesión de la videocasetera, los saberes compartidos por mi tío Agustín, las lecciones de Carlitos me habían convertido en un precoz especialista en el séptimo arte para los pibes del barrio.

Tendríamos once años. Una tardecita, llegó mi amigo Joaquín y me dijo que había conseguido el VHS de Pelé. Que si queríamos verla juntos en mi casa. Pensé en el astro del fútbol brasileño y le dije que no podía. Mis aires cultorosos no me permitían mirar un documental deportivo. Joaquín se fue con la cabeza gacha y el plan trunco. Recién al día siguiente comprendí que tenía una copia de 'Pelle, el conquistador', que había ganado el Oscar a la mejor película extranjera y la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Aún hoy me siento avergonzado por mi actitud egoísta y desdeñosa. Aprendí que se puede ser soberbio y estúpido al mismo tiempo. O que tal vez la soberbia es la forma suprema de la estupidez. Casi 35 años después, aún no pude ver esa película danesa de Billie August. Vayan desde esta contratapa mis disculpas a Joaquín. 


 

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