¿Vejez digna?

Por Juliana Chacón
De Malena heredé las manchas que van apareciendo año a año en la cara dorsal de mi mano, la artrosis en las articulaciones del dedo gordo, pero no su fuerza ni su suavidad. De Cata el color marrón de la piel. Recuerdo de mis abuelas el batón de una (el rosa que tenía florecitas casi en el mismo tono) y los ruleros y el pañuelo rojo cubriéndolos de la otra. No sé si envejecieron dignamente. No sé si acaso alguna vez se preguntaron por una vejez digna. Una de ellas murió antes siquiera, creo yo, de preguntárselo. La otra, perdida en los agujeros negros del olvido, dudo que se lo haya planteado mientras el tiempo se compactaba en su cabeza y todo era infancia, juventud, hijos pequeños y otra vez la infancia.
En 'Viaje a Petrópolis', Lispector escribe: 'Era una vieja flaquita que, dulce y obstinada, no parecía comprender que estaba sola en el mundo. Los ojos lagrimeaban siempre, las manos reposaban sobre el vestido viejo y opaco, viejo documento de su vida. En la tela ya endurecida se encontraban viejas costras de pan pegadas por la baba que ahora le volvía a aparecer en recuerdo de la cuna. Allá estaba una mancha amarillenta de un huevo que había comido hacía dos semanas. Y las marcas de los lugares donde dormía. […] Cuando le preguntaban el nombre decía con voz purificada por la debilidad y por larguísimos años de buena educación:
-Muchachita'.
Delphine De Vigan, en Las gratitudes, cuenta los últimos meses de Michka Seld, una anciana que es internada en un geriátrico: 'Cierra al salir la puerta de su apartamento, la misma que ha cerrado cientos de veces, pero hoy sabe que será la última. Insiste en meter ella misma la llave en la cerradura y darle la vuelta. Sabe que no volverá. Que no hará nunca más esos gestos tantas veces repetidos: encender el televisor, alisar la colcha, fregar la sartén, bajar las persianas para que no entre sol, colgar la bata en el gancho del cuarto de baño, sacudir los cojines del sofá para que recobren una forma perdida hace tiempo. Ha donado los muebles, la cama, el magnetoscopio, las cazuelas, la tostadora. Ha conservado algunos libros, los álbumes de fotos, una treintena de cartas, los papeles que la administración prohíbe tirar. Pero, en realidad, sabe perfectamente que está soltando amarras'.
Escucho a mis compañeras de trabajo y a mis amigas preocupadas por envejecer. Dicen que en poco tiempo tendrán que levantarse los párpados, se culpan por no ir más seguido a la cosmetóloga, por no bajar de peso y recuperar la cintura, por las alas de murciélago y la flacidez facial desde donde empieza a nacer una papada. Vivimos en tiempos en los que la vejez pareciera ser más temida que la muerte. ¿Y con el paso del tiempo qué hacemos? Lo ocultamos, lo tergiversamos, lo sometemos a tortuosos tratamientos estéticos, fitness, dietéticos, etc., en nombre de una vida sana y de recetas del 'buen envejecer'. No podemos detenernos. Pertenecemos a la franja etaria productiva y consumista. Consumimos también modos de evitar el paso del tiempo como si no fuera ridículo y absurdo, un imposible.
Me pregunto si los modos cómo tratamos a la vejez desde las instituciones y las comunidades no es también resultado de este terror. El apodo 'abuelita/o' generalmente va seguido de una subestimación. Los viejos están desacoplados del avance tecnológico, no comprenden las nuevas dinámicas vinculares, son torpes y débiles. Son 'inútiles'. Ya están fuera del sistema de producción y ahora no cohabitan con sus familias, no son matriarcas ni patriarcas sabios que transmiten conocimientos a las generaciones venideras. Todo puede buscarse en un tutorial. Son un gasto. O a lo sumo dueños de una herencia que se mira avaramente desde lejos.
En los informativos reproducen la cara de una jubilada que murió tras ser gaseada en una manifestación. Reclamaba una jubilación digna. Vejez digna, pienso. Ser pobre y viejo/a, pienso. Y digno/a.
La abuela de mi compañero sostiene un pañuelo entre sus manos. Lo enrolla y lo desenrolla. Lo estira. Se seca las lágrimas de los ojos que de vez en cuando caen sin ton ni son. Deja de hacerlo cuando suena un tango que la lleva a otro espacio y tiempo. Sus manos de casi noventa años estiran su falda. Después mecánicamente alisan el pañuelo hasta que vuelvan a enrrollarlo y desenrollarlo.
Mis abuelas murieron cuando yo tenía entre quince y veinte años. Quise copiar de ellas los tallarines con perejil y ajo (una mutación de la provenzal), las albóndigas, las tortafritas, la coquetería, la fuerza descomunal con la que vivieron, la honestidad, su sabiduría. No pude, me faltó tiempo.
'A menudo pensaba: ?Le debo tanto.? O: ?Sin ella, probablemente ya no estaría aquí.?
Pensaba: ?Es tan importante para mí.?
Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud?
En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?' escribe De Vigan.
Parte de los tiempos felices de mi vida los pasé junto a personas mayores. Pero vivimos en una sociedad que rechaza y huye del dolor, de la decrepitud, de la muerte. La invisibilización de la vejez es la tendencia. Aunque estemos frente a una paradoja: la marcada declinación de las tasas de nacimiento y el aumento de una población cada vez más vieja. Y cada vez más pobre y más sola.
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