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La epidemia silenciosa de las pantallas: un daño que ya vemos y aún negamos

22/11/2025
La epidemia silenciosa de las pantallas: un daño que ya vemos y aún negamos

NOTA DE OPINIÓN / Doctora Susana Manzi

Los indicadores están a la vista: los/las especialistas ya no hablan en potencial y los/las docentes lo vemos todos los días en las aulas: algo profundo está pasando en la infancia. La irrupción sin control de las pantallas no es un detalle tecnológico, es un fenómeno cultural que está reconfigurando la forma en que los niños perciben, juegan, sienten y se relacionan.

Y mientras los gobiernos más avanzados comienzan a tomar decisiones valientes, en nuestra región seguimos atrapados en una peligrosa negación colectiva. Como si el problema fuera exagerado o pasajero, cuando en realidad ya es estructural.

Un daño que empieza antes del juego y termina afectando el desarrollo.

Lo que observan los estudios recientes es tan claro como inquietante: en guarderías y preescolares hay menos interacción entre los niños/niñas, menos juego creativo, menos tolerancia a la frustración y un empobrecimiento real de la imaginación. El exceso de pantallas está desplazando prácticas que fueron el corazón de la infancia durante generaciones: el juego físico, la lectura, el contacto con objetos reales, el vínculo cara a cara.

Hoy una caja de cartón —símbolo universal del juego libre— ya no alcanza. Para muchos niños/niñas, la imaginación necesita estímulos digitales permanentes para activarse. Lo que debería ser espontáneo ahora depende de un dispositivo.

Frente a este deterioro, Francia avanza con decisiones categóricas: prohibir pantallas en menores de 3 años, limitar celulares hasta los 11 y sacar las redes sociales hasta los 15. ¿Drástico? Puede ser. ¿Necesario? La evidencia indica que sí, y cada vez con mayor urgencia.

Pero el verdadero dilema no es legislativo: es adulto. Porque ninguna ley puede reemplazar el rol de una familia que entrega la infancia a cambio de unos minutos de silencio, descanso o comodidad. Y ahí radica la raíz del problema: en la naturalización de lo que ya sabemos que hace daño.

El riesgo no es que la Generación Beta crezca con tecnología, sino que crezca sin sí misma. La Generación Beta —los niños nacidos desde 2025— podría heredar una infancia desconectada no solo de la tecnología en términos sanos, sino de su propio desarrollo emocional. Podría crecer en un entorno donde el silencio incomode, el movimiento se reduzca, la conversación desaparezca y la creatividad sea solo un botón más en una pantalla. 

No estamos hablando del futuro. Ya está pasando. Y lo más grave es que lo vemos, lo sabemos, y aun así, lo seguimos negando. La pregunta es si vamos a seguir mirando para otro lado. La verdadera epidemia no son las pantallas: es nuestra indiferencia.

Si como sociedad no somos capaces de poner límites claros —en los hogares, en las escuelas y en las políticas públicas— estaremos renunciando a algo irrecuperable: la calidad emocional, cognitiva y humana de la próxima generación. Proteger la infancia nunca fue cómodo. Pero siempre fue innegociable.

La Generación Beta merece algo mejor que una crianza tercerizada en dispositivos. Merece adultos presentes, valientes y dispuestos a incomodarse para defender su desarrollo. Porque, si seguimos posponiendo decisiones, dentro de unos años no habrá tecnología capaz de reparar el vacío que hoy estamos permitiendo. Y ese daño sí sería irreversible.

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