Los límites también son una forma de cuidado
Por Mariano Rato*
Vivimos en una época donde todo puede decirse, mostrarse y reproducirse. Y en ese exceso, algo se pierde: el sentido del límite. Las redes sociales nos empujan a la exposición constante, a la búsqueda de impacto inmediato, a esa mezcla de morbo e indignación que se propaga más rápido que cualquier reflexión. El problema no es solo lo que se dice, sino lo que se instala cuando se dice sin pensar.
En estos días circuló un video en el que un profesional de la salud mental hablaba con ligereza sobre el vínculo entre terapeutas y pacientes, citando —de manera errónea— a Freud para justificar una posible relación sexual dentro del proceso analítico. Más allá de los nombres o del ruido que genera este tipo de contenido, vale la pena detenerse a pensar qué está en juego cuando banalizamos un tema así.
El vínculo terapéutico no es una relación entre iguales. Es un espacio asimétrico, donde una persona deposita confianza, vulnerabilidad y expectativas de reparación emocional. Por eso los códigos de ética no son un formalismo burocrático: son la base que sostiene ese encuentro. El profesional no puede involucrarse sexual o afectivamente con quien atiende, ni durante el tratamiento ni inmediatamente después de terminado. El motivo no es moral, sino clínico: ese tipo de vínculo distorsiona el proceso, pone en riesgo la autonomía del paciente y destruye la confianza que da sentido a la terapia.
Los límites, en psicología, no son barreras frías. Son una forma de cuidado. Son lo que permite que el consultorio sea un espacio de contención y no de confusión. En una sociedad donde los límites personales y sociales parecen desdibujarse, recordarlos no es un gesto de rigidez, sino de responsabilidad.
Pero más allá del tema puntual, lo que resulta inquietante es cómo las redes convierten cualquier asunto en espectáculo. La velocidad con la que circulan los fragmentos, los recortes de audio, los titulares diseñados para generar enojo o fascinación inmediata, produce una distorsión del sentido original de las cosas. No importa tanto lo que se dice, sino cuántas veces se comparte, cuánto escándalo genera o cuántos segundos logra retener nuestra atención.
Estamos viviendo una era donde el poder ya no se ejerce tanto sobre los cuerpos como sobre la conciencia. Lo que se manipula no es solo la información, sino el estado mental de quienes la consumen. La sobrecarga de estímulos, el flujo incesante de noticias, imágenes y opiniones genera un estado de trance suave, un cansancio cognitivo que debilita el pensamiento crítico. Cuanto más saturados estamos, más vulnerables somos a creer en lo que se repite, aunque no sea cierto.
Las redes, los medios y los algoritmos operan como una gran maquinaria de distracción. Nos mantienen en un estado de alerta permanente, donde cada polémica se vuelve urgente y cada opinión parece definitiva. Pero detrás de ese ruido constante hay un empobrecimiento silencioso: se nos va agotando la capacidad de discernir, de sostener una idea, de escuchar con calma o de pensar sin rapidez.
Por eso, más que cancelar a alguien o indignarnos por un video, convendría preguntarnos por qué necesitamos hacerlo. Qué parte de nosotros busca ese estímulo constante, ese pequeño golpe de dopamina que nos da sentirnos parte de una conversación global, aunque sepamos que en un día será reemplazada por otra.
No hay libertad en esa repetición infinita. Hay hipnosis. Una forma de estar presentes sin realmente estarlo. Un flujo continuo que no busca informarnos, sino mantenernos despiertos, cansados y disponibles.
Recuperar el límite, en este contexto, es también una forma de resistencia. Es poder decidir cuándo detenerse, qué escuchar, qué no compartir, qué pensar con un poco más de tiempo. No se trata de desconectarse del todo, sino de reconectarse con lo esencial: con el silencio, con la pausa, con el vínculo humano que no necesita ser publicado para existir.
El desafío es sostener algo tan simple como eso en medio del ruido. Escuchar más. Reaccionar menos. Porque, en definitiva, cuidar los límites también es cuidar la salud mental.
*Psicólogo Clínico Cognitivo
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