La vieja (teoría) Olivetti

CONTRATAPA | Por Martina Dentella
Aunque soy relativamente joven, transité mis primeros años de vida en la era analógica. La primera computadora que hubo en casa, en el año 1999, se prendía para jugar al Solitario, dibujar en Paint, y se volvía a apagar. Había un cuarto de la casa destinado exclusivamente para su uso. Era también, por supuesto, un pequeño depósito de cuadernos viejos, ropa de invierno, y cosas que ya no se usaban. En esa época también revelábamos rollos de fotos de vacaciones y eventos importantes, recibíamos cartas, escuchábamos música con casettes, a través de la radio y el televisor. Andábamos en bicicleta, tocábamos timbre en las casas y jugábamos en la calle y el patio de amigos y abuelos.
En la oficina que mi papá y sus hermanos tenían en la casa de mi abuelo, había una vieja Olivetti. La usábamos a escondidas, lejos de la mirada de los adultos. Había que apretar con fuerza la barra espaciadora y rezar que las letras bajaran para no mancharse de tinta. Muchas veces, el ruido nos delataba.
La 'Olivetti' fue y es una de las máquinas de escribir más populares del mundo, y en sus mejores tiempos, esta empresa italiana era uno de los principales fabricantes.
Algunos años después, mi primer novio me escribiría una carta con la vieja Olivetti de su papá. La carta no relataba sino la hazaña de escribir en esa máquina. Por momentos la letra era negrita, por momentos roja. Llena de puntos suspensivos. Errática.
Cuando decidí estudiar periodismo, aparecieron en mi casa dos máquinas viejas. Eran ya, una vieja reliquia, y aunque intentara usarlas, las computadoras y el celular eran a esa altura una extensión de mis manos y ese trasto me resultaba tan incómodo como fascinante. Pensé en tener al menos una en mi biblioteca, a modo de recuerdo. Pero con las mudanzas volvieron a su lugar original.
Desde que soy madre, pienso muy bien cuál será mi próxima lectura. El tiempo nunca fue tan escaso. Encargo, incluso, una curaduría previa de amigas y amigos lectores. Selecciono y avanzo. Y como nunca antes, abandono los libros que no me conmueven.
Ayer terminé con mucho entusiasmo Léxico Familiar, de Natalia Guinzburg. Es una novela de no ficción en la que narra su infancia y juventud rodeada de parientes y amigos magníficos.
Los Levi son parte de una familia judía y antifascista que vivió en Turín desde 1930 hasta 1950. Natalia era una de las hijas del profesor Levi y fue testigo privilegiado de ese parloteo entre padres y hermanos que se convierte en un idioma secreto: hermanos exiliados, amigos refugiados, escasez de alimentos. La historia de la Italia antifascista se mezcla entre las anécdotas cotidianas sin pudor pero sin pesar, con profundas reflexiones.
Su hermana, Paola, se casa con un joven muy tímido, al que describe de esta manera: 'llevaba barba, una barba descuida y rizada de color leonado. Llevaba el pelo rubio muy largo, rizado por la parte de la nuca, y era gordo y pálido. El uniforme militar le sentaba muy mal sobre sus hombros gordos y redondos. Tenía aspecto melancólico, quizás porque no le gustaba ser soldado. Era tímido y silencioso, pero cuando hablaba lo hacía durante mucho tiempo y decía cosas confusas y oscuras, mirando al vacío con sus ojitos azules, fríos y soñadores a un tiempo'. Ese joven era Adriano Olivetti. Hijo de David Camillo Olivetti, que en 1908 fundó la compañía que lleva su apellido. Era ingeniero eléctrico y su primera fábrica estaba en Ivrea donde en 1911 presentó su primer modelo, la M1. Producían veinte máquinas a la semana. En 1913 ya fabricaban 1.200 al año y tenían 200 trabajadores.
Adriano, nacido en 1901, terminó su bachillerato en 1918 y se alistó para ir a la guerra, luego se matriculó en ingeniería química.
Más tarde que temprano su padre le puso a trabajar de operario, a construir máquinas de escribir desde la escala más básica, y a los pocos años lanzó la primera máquina portátil de Olivetti, un éxito tan rotundo que la empresa se convirtió pronto en una de las mayores de Italia.
Aparte de haber levantado un emporio industrial, se le conoce por su profunda fe en cambiar las normas económicas vigentes, y crear un sistema profundamente humano de relaciones laborales.
Según Gunzburg, el viejo Olivetti era bajo, amable, socialista y estaba obsesionado con el psicoanálisis. Adriano estuvo escondido durante el gobierno de Mussolini en la casa de los Guinzburg. Después se fue a Estados Unidos y le sucedió lo que a muchos fabricantes europeos: quedó maravillado por los sistemas de producción en serie, la división del trabajo, los modernos sistemas de gestión de tiempos y la eficiente organización norteamericana. A su regreso a Ivrea, propuso a su padre un ambicioso e innovador programa para modernizar el negocio de Olivetti: "Organización descentralizada del personal, gestión por funciones, racionalización de tiempos y métodos de montaje, y desarrollo de la red comercial en Italia y en el extranjero", según describe la página web de su Fundación.
Se me antoja recuperar fragmentos de esa historia -la de una familia que creó un objeto ícono y lo popularizó mientras impulsaba un modelo de trabajo humano- en tiempos de un empresariado voraz, descarnado, cobarde.
(*)Olivetti, el hombre que creó la empresa ideal a partir de la máquina de escribir. Lainformación.com
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